Género: fantasía, terror.
Resumen: La reina negra ha encontrado una nueva misión.
El regalo de Navidad
Cada dos semanas el orfanato San Pablo organizaba una salida grupal.
Era una medida relativamente nueva que les había impuesto el Ministerio
competente y ahora se veían obligados dos empleados a vigilar a más de
una docena de niños entusiasmados con el prospecto de su primer viaje
turístico.
Se suponía que estaban en fila esperando al tren que los llevaría a
dar una vuelta por el parque, pero incluso si insistían en que se
tomaran de las manos y se estuvieran quietos alguno siempre se salía de
la línea y no volvía hasta que un adulto se hubiera desgarrado la
garganta. El calor del verano y la cercanía de las fiestas navideñas
eran ambos conspiradores para la anormal cantidad de gente que andaba
paseando por la plaza. Entre ellos y aquellos que venían por su propia
voluntad, la fila era casi tan larga como la calle.
Cuando finalmente el tren rojo cumplió con su horario y apareció,
llevando a todos los niños a un trance contemplativo de los personajes
animados que pasaban con él, la encargada mayor les ordenó a los gritos a
los niños de que se tomaran las manos para subir. El otro encargado los
fue contando de dos en dos, a pesar de que sabía que eran un número
impar. Faltaban cinco. Mientras los padres subían a sus niños, él buscó
por sobre las cabezas y entre los pechos a una cabeza colorada que
estaba seguro no haber visto. Cuando falló en dar con ella entró en el
vehículo y le mandó a su compañera decirle al conductor que esperara un
rato. Le respondieron que se apurara o se iban a quedar atrás.
El hombre pensó en la insoportable inconveniencia que había sido
tener que llegar hasta ahí y en cuánto preferiría estar en su oficina
con aire acondicionado en lugar de quedarse cuidando a un montón de
rezagados. Automáticamente maldijo al colo, sólo porque era la única
identidad clara que tenía como culpable de esa nueva molestia.
Menos mal que no le tomó mucho tiempo. Estaba cerca de la estatua de
San Martín y los otros cuatro formaban un grupo cerrado a su alrededor.
Estos últimos eran de los mayores, tanto cronológica como físicamente, y
el segundo más alto se reía por algo que el niño de rostro tan rojizo
como su cabello había dicho. No tenía nada de nuevo esa escena.
-¡Che! –los llamó-. ¡Dejen de tontear y muévanse! ¡El tren ya se está por ir!
-Vamos –dijo uno de los chicos mayores.
El que se riera se inclinó a decirle algo al colo, pero todos
siguieron su marcha y aceptaron tomarse de las manos al entrar. Una vez
adentro ocuparon los únicos asientos disponibles. Mientras el hombre se
iba al frente para informarle al conductor de que ya estaba todo en
orden, el colo se quedó al lado de un niño de tres años encima del
regazo de su madre, haciendo saber al mundo que tenía unos excelentes
pulmones y además estaba en medio de una rabieta.
El colo, al que todos llamaban colo por defecto y Manuel cuando lo
regañaban, quería que la tierra lo tragara y no lo escupiera hasta que
fuera lo bastante grande para no importarle lo que esos brutos decían.
Incluso a sus escasos ocho años de edad ya tenía una idea bastante clara
de su inteligencia respecto a la de otros. Al menos cuando estos se
concentraban tanto en perseguirlo para hacerlo caer a pura zancadillas y
luego burlarse de lo bruto que era.
El colo miró la nuca del hombre que los había traído, el mismo que se
encargaba de las cuentas en el orfanato y había visto varias veces a
los chicos rodearle, pero no había dicho nada. ¿Le importaba alguno de
ellos? ¿O era de verdad tan imbécil que no se daba cuenta de que como
adulto debería estar diciendo algo? Al menos el tipo antes de él, el
señor Martínez, decía algo del tipo “no peleen”, pero este ni siquiera
se tomaba esa molestia. Le gustaba el señor Martínez. Incluso lo enviaba
a la enfermería para pedir nuevas curitas, mientras a este veía sus
rodillas, manos o codos raspados sin pronunciar una sola palabra al
respecto. Exactamente igual a las mujeres. Lo odiaba.
-Hola –dijo alguien a su costado y él se sintió dar un pequeño salto.
Al mirar vio a una chica sonriéndole. La primera impresión que tuvo
de ella era que debía ser una muñeca traída a la vida. Con el cabello
negro desmechado cayendo a los lados de su rostro, la blancura de su
rostro resaltaba todavía más. Llevaba un sombrero que podría ser de copa
pero era muy pequeño, sujeto por cintas negras con una mariposa
metálica en la base. Sus labios pintados de un suave rosado se movieron.
-¿Cómo te llamas? Yo soy Vale –siguió diciendo.
El colo miró al otro lado del asiento adonde estaba ella. Creía que
el suyo era el último lugar disponible, pero debió haber contado mal
porque ahí estaban. Esperaba ver a una versión miniatura que sería su
hermana o algún niño, pero se trataba de un chico que debía ser unos
años mayor, de piel morena y vestido con algo que le hizo recordar a un
traje militar, pero nunca los había visto de color negro y rojo. Este
tenía la cabeza vuelta hacia el exterior, sin ponerle ninguna atención
hacia el ajetreo dentro del tren o a su acompañante. Debió sentir la
mirada encima de él porque se movió apenas para mirarle de reojo con
unos ojos celestes pero después de un segundo volvió a su posición
original.
La chica estaba inclinada al frente, inclinando la cabeza para
escucharle. No le gustaba el tipo con el que estaba, pero al menos ella
parecía inofensiva.
-Manuel.
-¿Cómo la estás pasando, Manuel?
-Bien.
-He visto a esos chicos que te andaban molestando –agregó ella con un
tono suave, como de mantener el tacto mientras hablaba de algo
desagradable-. Perdona que te lo diga, pero no parecen que sean muy
amables contigo.
Manuel sintió sus mejillas calientes.
-No me gusta cuando la gente se pone así –continuó la chica,
frunciendo un poco el ceño-. Es una cosa muy fea para hacer a otros. ¿Y
los grandes no dicen nada? Eso no está bien.
-Sí… -dijo Manuel y de pronto se encontró diciendo que no era la
primera vez que le pasaba algo así, que ya le parecía que se ponían peor
desde que sabían que nadie iba a detenerlos.
Le acabó contando a esa extraña Vale gran parte de su vida, más
tranquilo y relajado sin que ella reaccionara negativamente cuando
expresara su abierto desagrado. Lejos del inefectivo “ignóralos y se
cansarán” o el clásico “vos sos mejor que ellos para eso”, era como si
la extraña estuviera de acuerdo con sus sentimientos. Por primera vez
sintió que alguien estaba de su parte. Fue un lindo cambio, para variar.
Dieron la vuelta por el parque y un payaso vestido de Pinón Fijo
subió desde una esquina para vender globos y alfajores baratos. La madre
con el niño de tres años compró de ambos con la esperanza de calmar a
su hijo y gratamente funcionó. Los niños del orfanato recibieron algunos
globos gratis (por algo eran huérfanos), pero los alfajores tenían que
ser pagados por el hombre de las cuentas. Y como era el caso que si le
compraba a uno tendría que comprarles a todos, ninguno recibió el dulce.
Valentina se volvió al del traje militar y le susurró algo. Este le
dio un dinero y Valentina se lo entregó al payaso, tras preguntarle a
Manuel si le gustaba más blanco o negro. Apenas había conseguido comer
algo en el almuerzo ese día, de modo que el par de paquetes de chocolate
blanco fueron bien recibidos. Manuel esperó que alguno de los otros
viniera y quisiera robárselo o extendiera la mano para “pedirle” uno,
pero ninguno le ponía atención, todavía menos que de costumbre.
-Gracias –musitó en cuanto pudo acordarse de sus modales.
-De nada –dijo ella, llenándose la boca con su propio dulce-. Gracias –dijo a su amigo militar.
El susodicho se encogió de hombros por toda respuesta. Manuel quería
preguntar quién era ese tipo y qué era de ella, pero Vale continuó
preguntándole qué le gustaba más comer y la conversación volvió a girar
entorno a él, lo que fue difícil de resistir.
Continuó viéndola en los días siguientes. Le había dicho cómo se
llamaba el orfanato en ese primer encuentra, así que verla nuevamente
saludándole desde el otro lado de la reja en el jardín le causó más
alivio que preguntas. Todavía tenía cierta sensación de irrealidad
mientras le hablaba, como si debieran ser personajes dentro de un libro
de fantasía o un programa de televisión donde en el momento menos
esperado a Valentina le comenzarían a salir alas con chispitas de
colores. Pero le gustaba, aun así.
Mayormente hablaban de su día a día, yéndose con frecuencia en
monólogos auto-indulgentes que nunca antes había tenido la oportunidad
de expresar en voz alta. No fue sino hasta que ya había pasado una
semana que Manuel se animó a inquirir acerca del tipo que parecía
esperar a Valentina sin falta desde la otra vereda. Incluso si cambiaba
la vestimenta podía reconocerlo sin problemas a la distancia.
-¿Ese? –dijo Vale, girándose un segundo-. Lo adoro. Se llama Kross.
Es mi… ¿cómo te lo digo? ¿Sabes lo que son las personas que se besan en
la boca, se toman de las manos y se compran chocolates entre sí? Es algo
como eso, pero tampoco tan así porque a él no le gustan mucho esas
cosas. Me ha ayudado mucho desde que era chiquita y lo sigue haciendo
hasta ahora.
-Ah, bueno…
Manuel miró hacia sus pies. No sabía qué era lo que esperaba como
respuesta y tampoco sabía qué le estaba causando aquella. Entendía la
dinámica de las parejas.
-Voy a volver adentro –dijo. Se sentía mal con una pelota al final de su boca-. Hace mucho calor ahora.
-Bueno –respondió Vale, un poco descolocada-. ¿Quieres que te espere o que vuelva más tarde?
-Creo que voy a dormir hasta la hora de la comida –dijo en lugar del no directo que era incapaz de pronunciar.
Se dio la media vuelta, dejando colgada la mejilla que Valentina
solía poner en su dirección para el beso de despedida. Regresó al
edificio y se dirigió a la habitación que ocupaba con otros tres chicos.
Dio un solo vistazo por la ventana en dirección a la otra calle y fue
imposible no sentir su mirada atraída por los lazos negros y los tules
blancos en movimientos mientras Vale le daba un abrazo a Kross. Kross la
envolvía en sus brazos en respuesta. Se sintió como a punto de vomitar
de nuevo y despegó la vista de ahí.
-¿Qué está haciendo, su majestad? –preguntó Kross, frotándole la base del cuello a Valentina.
Ella se acomodó contra su pecho.
-No sé, me da lástima el chiquito. Nadie le da bolilla y nadie mueve
un dedo si le pasa algo. Me hace acordar a como vivía antes de estar con
Tomás o contigo.
Kross sabía de qué época hablaba. Antes de vivir con el que sería una
especie de figura paterna, Valentina sólo era una niña de la calle que
vivía de mendigar en los sitios públicos y cuando aquel hombre murió, se
convirtió en la residente de un manicomio abandonado lleno de otros
desafortunados sin hogar.
-¿Quiere ayudarlo, mi reina? –preguntó.
-Podría… Me ha dicho que desde hace años viene pidiendo lo mismo para
Navidad pero no ha podido recibirlo. Una bicicleta. Aprendió a manejar
sin rueditas con su familia cuando tenía cuatro, pero desde que murieron
no ha podido tener otra.
Kross sonrió sin disimulo. Conocía lo que implicaba una ayuda por parte
de Valentina y le encantaban las consecuencias de ello. Siempre
resultaban en un entretenimiento digno de verse.
El sentimiento que no sabía cómo llamar pero se parecía demasiado al
enojo le duró hasta la siguiente visita de Valentina. Ella estaba tan
alegre y solícita y había tenido un día tan malo que ni siquiera
consideró una verdadera posibilidad rechazarla. De nuevo estaba ahí, la
confianza, la facilidad de la charla que no tenía con nadie hasta que se
hacía de noche y tenían que llamarlo a los gritos para que volviera
adentro.
-¿Qué tal sería devolverles algo de lo mismo, Manuelito? –le preguntó Vale en cuanto lo hubo dejado descargarse.
-No, ¿para qué? Cada vez que les digo algo sólo se ríen y la seño
Lima dice que tendría que aprender a resolver nuestras cosas entre
nosotros.
-Bueno, no necesariamente vos, pero yo podría hacerlo. Tengo muchos amigos como Kross que hacen lo que yo les pida.
Manuel dirigió una mirada al frente. Desde que sabía su nombre Kross
le daba una vibra como de perro guardián, uno por el cual los dueños
pondrían carteles advirtiendo a los potenciales ladrones que tuvieran
cuidado. Quiso imaginar qué clase de cosas ese perro podría hacer a una
sola palabra de Vale. De pronto no le gustó pensar en ello y su cuerpo
reaccionó con un escalofrío incomprensible incluso para sí mismo.
-No –dejó escapar con una exhalación, antes de cubrirse la boca.
¿De dónde había salido semejante vehemencia? Vale juntó a las cejas en modesta sorpresa y clara confusión.
-¿Por qué? –preguntó con esa forma inocente suya que no ocultaba
nada-. Sería lo más fácil del mundo. Así ellos nunca te molestarían de
nuevo y vos podrías hacer lo que quieras. No tendrías que aguantar
grandes tan malos como los que tienes aquí.
-No –repitió Manuel dando un paso hacia atrás. Por el rabillo del ojo
vio que Kross los miraba y la atención que les dedicaba requería de él
tener los brazos descruzados para variar. ¿Había oído? Bueno, suponía
que no sería tan fuera de lugar. Los perros tenían fama de excelentes
oyentes. Volvió con Vale y ella todavía esperaba que elaborara más en su
negativa, que le diera sus propias razones, pero ¿cómo hacerlo si ni
siquiera él sabía cuáles eran?-. Escucha… no hagas caso de lo que te he
dicho. Todo está bien. No tienes que hacer nada.
-Pero quiero hacerlo –dijo ella, elevando el labio inferior en un
puchero que probablemente se vería ridículo y falso en cualquier persona
tan grande como ella, pero que los vestidos y el conocimiento previo de
su carácter sólo permitía tomarlo en un sentido literal-. No quiero que
la pases mal… sobre todo ahora que viene Navidad. ¿No quieres tener una
celebración linda, tranquilo y contento sin molestias?
Manuel mantuvo la vista en el suelo. Se obligó a pensar en carteles
de cuidado con el perro para no subir la cabeza y hacerle saber que eso
era exactamente lo que quería. Sólo que no como ella lo ofrecía.
-Nosotros… -empezó, agarrando el borde de su remera en su puño- vamos
a recibir juguetes donados por dos iglesias este año. Puede que por ahí
me toque algo bueno. Y, y… -Tragó con fuerza, buscando qué seguirle
para intentar convencerla- todos ellos ya son muy mayores. Dentro de
nada los van a estar adoptando o se van a tener que ir.
-Pero para eso pueden pasar años, Manuel –dijo ella con un tono casi
maternal-. En un solo año, incluso una hora, pueden hacerte muchas
cosas. ¿No sería mejor encargarse de eso mientras se pueda y no tener
que preocuparse más?
Manuel no veía películas de mafiosos y Valentina tampoco, pero ambos
entendían lo que significaba encargarse de alguien en ese contexto.
Valentina lo tenía tan claro como una parte normal de su vocabulario.
Manuel echaba miraba hacia Kross, seguro de que éste ni siquiera miraba a
Vale sino a él, y eso no le gustaba para nada. Cualquier deseo de
confirmar de pedir aclaraciones se le deshacía antes de que siquiera
formularlo. Se sentía como si dando un paseo de pronto hubiera
encontrado un escorpión asomándose por una rosa que justo quería tomar.
Sólo le había pasado una vez.
-No quiero que hagas nada –espetó, frotando la mano que había
extendido en aceptación sobre su otro brazo-. Ya alguien me va a sacar
de aquí. Por Navidad algunas veces vienen padres. Me van a sacar de
aquí, no te molestes.
-¿No quieres que yo lo haga? Podría convencer a los otros de tomarte.
Manuel levantó la vista y Vale tenía una sonrisa preciosa, la misma
con la que le entregó los alfajores sin darle mayor importancia. La
amabilidad con la que le hablaba incluso ahora le hizo conjurar una
imagen de ellos dos caminando de la mano a la escuela, comiendo un
helado en la plaza, ella agachándose para dejarle tocar los adornos que
se ponía en el cabello y yendo a comprar una nueva bicicleta. Era tan
fácil verlo cuando ella le miraba así, como si de verdad le importara.
Como si de verdad lo quisiera.
Pero luego estaba el tema de la semántica usada, otra vez. La enorme
diferencia que había entre “vamos a adoptarte”, palabras que nunca había
escuchado dirigidas a él, con las que todos los chicos ahí adentro
soñaban, y “vamos a tomarte.” La implícita certeza de que tendría que
ser tomado para poder salir de ahí, dejando a algo desconocido y sin
correa entrar por la puerta.
Manuel empezó a llorar. No tenía idea de por qué exactamente, pero
Valentina tampoco preguntó, sacando un pañuelo de tela de un bolsillo
invisible para pasárselo por las mejillas. Su mano se sentía tibia, más
suave que cualquiera de las pocas personas que sostuvieron pañuelo de
papel para que soplara.
-No –le dijo, alejándose a pesar del dolor que empezó a penetrar en su pecho con cada palabra-. No quiero ir contigo.
-¿Manu?
-Vete a casa –hipó, limpiándose con la manga-. No quiero que vengas. No quiero que hagas nada. Déjame en paz.
Valentina pareció herida por sus palabras y él se dio la media
vuelta, corriendo para echarse en la cama y empezar a olvidar la
confusión que llenaba su cabeza. Cada fibra de su cuerpo peleaba por
devolverlo atrás, por decirle a ella que podía hacer lo que quisiera
siempre y cuando no volviera a dejarlo solo, aceptar sus abrazos, los
caramelos y la serenidad perfecta, pero algo dentro de sí sabía mejor
que eso y tenía miedo de lo que podría pasar si no le hacía caso.
Valentina se quedó unos segundos en esa misma posición, de rodillas,
el brazo semi-extendido por entre las rejas del patio para limpiar una
cara que ya no estaba a su alcance. Al erguirse Kross estaba a su lado.
Había oído sus pasos y la mano sobre su hombro no la sorprendió.
-¿Nos vamos, majestad? –dijo él con suavidad, un registro que sólo lo reservaba a ella.
Valentina lo vio y sus ojos estaban secos, pero la determinación
detrás de los irises verdes claro envió un pequeño chispazo de
excitación en su cuerpo. El orgullo empezó a rugir y a cimentarse con
fuerza cuando ella guardó el pañuelo con la mano convertida en un puño.
-Tenemos que ayudarlo. Llama a los otros.
La sonrisa que dio Kross podía haber sido encantadora para algunos. A
Manuel lo habría espantado, viendo puros dientes a punto de atacar.
-Sí, mi reina.
—
La Navidad era una época excelente para los demonios. Los de más alto
rango, aquellos que normalmente se quedaba en el infierno esperando a
una seria de circunstancias que hicieran posible su aparición, veían las
fechas acercarse y pasar sin otra cosa que un encogimiento de hombros.
Los de nivel medio y bajo, aquellos cuyo poder podía ser retenido más
fácilmente sin problemas, y por lo tanto se encontraban libres para
merodear por la Tierra, aprovechaban las fiestas, el alcohol inducido,
las drogas repartidas en fiestas y los deseos suicidas para buscar al
humano que les permitiera manifestar su verdadera naturaleza. Ellos no
podían hacer nada de mayor peso sin el consentimiento apropiado, el cual
se veía más fácil de conseguir a medida que la noche avanzaba con su
manto implacable en cada rincón del mundo.
A la mañana siguiente habría accidentes de autos y sería fácil
achacarlo a la bebida. Miembros de una pareja parecerían haber perdido
el control de repente y acabar con su compañero sin parpadear un
segundo. Cuerpos colgando de vigas en el techo o en el armario abierto,
algunos con notas y otros sin ellas. Escopetas presionadas contra bocas
abiertas y dispuestas, dándoles la bienvenida. Pastillas tomadas en un
número superior al recomendable. Bolsas de plástico succionadas en un
último respiro desesperado. ¿Quién podría nunca encontrar nada raro en
ello? ¿Qué alarmas iban a encenderse si el susurro en el oído de un
perturbado de pronto adquiría manos solícitas y un hambre por algo que
no era comida? Algunos incluso se entregaban con amor de amantes antes
del fin del mundo. Otros, desde luego, sentían terror. Dependía mucho de
las preferencias de la voz, realmente, y cómo prefiriera recolectar su
siembra.
El grupo invisible que acompañaba a Valentina por la vereda se sentía
especialmente afortunado. Eran varios y su número fluctuaba
constantemente, de modo que ni siquiera ella los conocía a todos. Tenía
ubicados los rostros y los nombres de los miembros más constantes, y con
eso se sentía satisfecha. El resto sólo se sentían inclinados a andar
por sus alrededores con la promesa de un entretenimiento digno, como les
tocaba esa noche.
El edificio del orfanato era una construcción gris repintada por un
plan del gobierno hacía los suficientes años para que ya casi no se
notara. Un sólido portón de metal separaba el patio del frente con el
exterior, ubicado en el medio de dos paredes delgadas de cemento rugoso.
Unas luces navideñas brillaban justo debajo de los vidrios molidos en
la parte superior y un moño rojo colgaba del pequeño visor por el que
revisarían quiénes eran los visitantes antes de permitirles hablar. El
moño parecía un adorno al que habían utilizado varios años seguidos. Los
brillos en los bordes casi habían desaparecido.
-Se han matado con las decoraciones –dijo una mujer vestida en un disfraz de Papá Noel que le permitía presumir de sus piernas.
Ella, como todos en el grupo, tenía los ojos negros sin ningún
espacio blanco. Sólo se veía la pupila bajo la luz correcta y los
reflejos alrededor podían tomar el color que fuera, cambiando a cada
segundo como un arcoíris que no cesaba de girar, retorciéndose sobre sí
mismo como sobre una llama consumiéndolo. Podían hacer que cualquier
humana ante el cual decidieran manifestarse los vieran del color que
quisieran, de modo que no levantaran sospechas. La única excepción a esa
característica común entre ellos era Valentina, cuyos ojos verdes claro
miraba hacia arriba desde hacía tiempo.
Ella había visto las ventanas y esperaba ver a una figura de
brillante cabello rojo, pero no había tenido ninguna suerte. El diseño
en rojo sangriento y verde mustio de su vestido la hacía ver como una
muñeca de temporada a la que hubieran mantenido guardada en el sótano
por muchos años, finalmente con una oportunidad de moverse por su
cuenta. El detalle que habría sido difícil relacionar con esa imagen
sería el hacha pintada a rayas blancas y rojas sujeta por un soporte
disimulado en su espalda.
Nadie creía que tendría una oportunidad real de utilizarla, pero la
prevención nunca vendría mal. Un hombre cuyo estilo de motoquero no
combinaba para nada con su sombrero de Papá Noel miró a la cerradura del
portón y luego a Valentina, expectante.
-Abran la puerta –pronunció con su voz suave.
El hombre puso su palma en contra de la cerradura por un segundo y
luego tiró de la manilla. El hombre corrió el portón a todo lo que daba y
los presentes se dispersaron por el patio. Valentina volvió a levantar
la vista, abstraída. Kross a su lado se irguió, arreglándose la corbata
de moño negro que iba con su propio disfraz navideño. No le importaba lo
que nadie dijera, Jack Skellignton era tan parte de las fiestas como
cualquier árbol con luces.
-Póngase en posición todo mundo –anunció, dirigiéndose a la puerta de la entrada.
Algunos impacientes rezongaron, pero la mayoría subió por las
superficies cual arañas, ubicándose justo al lado de cada ventana. Las
del piso inferior tenían rejas encima, pero eso no representaría un
problema.
-A su señal –dijo Kross, deteniéndose.
Nadie adentro habría visto todavía nada extraño ni sería capaz de oír sus voces.
Vio que Valentina seguía a su espalda. Esperó a que ella asintiera antes
de sonreír y presionar el botón del timbre. Cuando una empleada abrió
la puerta, limpiándose las manos en un pasador, Kross podía verla con
unos ojos verdes gemelos a los de Valentina. La mujer los miró como el
peculiar par que eran y luego a sus espaldas, el portón abierto.
Esperaban que preguntara cómo habían entrado, pero en su lugar quiso
saber qué querían.
-Disculpe –dijo Valentina, dando un paso al frente-. ¿Usted trabaja aquí?
-¿Cómo? Disculpen, pero estoy muy ocupada ahora en la cocina. ¿Qué necesitan?
-Necesito saber si usted trabaja aquí –siguió Valentina-. Para ver qué hacer con usted.
-¿Cómo? –la confusión de la mujer ahora era palpable.
La irritación venía justo detrás. Tenía la mano encima del picaporte y
estaba lista para cerrarle la entrada en sus narices. Kross se volvió a
Valentina.
-No creo que haga ninguna diferencia, mi reina –dijo sin molestarse
en bajar la voz o pretender discreción-. Está aquí y ayuda a la misma
gente. Además siempre es menos problemático no dejar testigos. Sólo por
si acaso.
Valentina apretó los labios, considerándolo.
-Supongo que tiene sentido. El amigo de mis enemigos es mi enemigo, ¿no?
Kross sonrió.
-Exacto.
-¿De qué carajo…?
-Tienen permiso –dijo Valentina, mirando hacia un punto indeterminado sobre ella.
De pronto cada persona dentro del orfanato escuchó, vio y sintió a
las ventanas estallando a un mismo tiempo. La mujer pegó un sobresalto,
mirando a sus espaldas mientras gritos y sonidos de distintos destrozos
comenzaban a expandirse desde el interior. Al volver la vista al frente
encontró a Kross a un paso de distancia y sus ojos habían perdido el
color.
-Mala suerte –expresó él con un ligero movimiento de hombros antes de
agarrarla del cuello y elevarla del suelo, llevándosela al interior del
edificio.
Valentina cerró la puerta detrás de ellos. Los gritos y sonidos de
lucha se extendían desde cada rincón. Con sólo volver la cabeza hacia un
lado o hacia el otro podía ver la manera en que las personas
reaccionaban al ataque directo de los entes que recién ahora podían ver y
tocar, pero no le hacía falta ejercitar ese tipo de curiosidad. Más le
interesaba el revuelo que escuchaba encima de su cabeza, proveniente del
segundo piso, adonde imaginaba estarían las habitaciones de los niños.
Mientras los gritos de la mujer se apagaban bajo las manos de Kross,
Valentina sacó su hacha festiva y la sostuvo en sus manos. Sintiendo la
mirada verde sobre su espalda, el demonio disfrazado de Jack volvió la
cabeza y le sonrió para indicarle que todo estaba bien.
-Yo me encargo, mi reina –dijo.
La mujer gimió con voz estrangulada. Lágrimas caían de sus ojos.
-Voy a subir –comentó Valentina, mirándola con la cabeza inclinada-. ¿Cuánto crees que tarden?
-Probablemente una media hora. Máximo una.
-¿Y luego van a traer las cosas, no?
-Sí, majestad.
Valentina sonrió. Un ligero rubor se abrió en sus mejillas, causa del
entusiasmo. Incluso entonces parecía una muñeca. Se arregló un poco el
vestido, extendiendo las mangas cortas sobre sus hombres antes de subir
por la escalera. Ahí el griterío era indiscutiblemente infantil, con
voces agudas mezcladas entre las risas y chillidos de emoción de los
demonios. Era un largo pasillo con puertas abiertas y ventanas
destrozadas. Cada paso traía consigo el sonido del vidrio bajo sus
zapatos negros contra el cerámico del suelo.
Pasó por el pasillo, pero entre el escándalo y el movimiento de
cuerpos no tuvo idea de adónde tenía que ir hasta que un demonio vestido
de duende, orejas sintéticas alargadas incluidas, salió de un cuarto y
le hizo una seña para que se acercara. Valentina no pudo evitar notar
que se trataba de una habitación pequeña, quizá copias de las otras, con
dos pares de camas contra las paredes y una ventana igualmente rota por
la que otro demonio estaba desechando lo que quedaba de un niño.
-Por lo que ellos dicen, duerme aquí –le informó el duende. Estaba
impecable, sin una mancha de sangre, pero eso no era sorprendente-. Está
encerrado en el armario. No sabíamos si querías que lo sacáramos.
-No, está bien. Es un poco tímido, nada más. Si ya han terminado, ¿me pueden dejar la pieza?
El griterío era suficiente para que ellos tuvieran que elevar sus voces para hacerse oír.
-Ya acabamos –El duende le hizo una seña a su compañero, el cual se
limpiaba las manos en las sábanas de la cama más cercana. Después de
haber dejado la tela llena de manchas rojas, los dos se retiraron y
cerraron la puerta.
Valentina no pudo evitar contemplar a la habitación. A pesar del
desorden, de los objetos desperdigados sin orden, fue interesante ver
los dibujos de los niños pegados en las cabeceras para identificar quién
dormía en los lechos. Casualmente sólo el de Manuel había conseguido
mantenerse intacto tras el ataque.
Esperaba oír el sonido de la puerta del armario abriéndose una vez se
quedaran solos, pero no pasó nada por el estilo. Se acercó al mueble y
sintió el sutil aroma de la orina debajo del de la muerte reciente.
Estaba el cuerpo de un chico asomándose desde debajo de una de las
camas. Tenía los pantalones secos.
-Aw, pobrecito –dijo, apenada-. No te pudiste aguantar, ¿que no? Qué
lástima. Aunque supongo que mejor te convenía tener un accidente ahí,
donde puedes cambiarte tranquilo. ¿Andas bien ahí adentro? –Aferró el
hacha en sus manos-. Ninguno de ellos te ha lastimado ¿o sí?
No hablaba de los demonios. Valentina presionó la oreja contra la
delgada puerta. Escuchaba unos bajos gimoteos e hipidos, ahogados quizá
por su propia mano.
-¿Te has asustado? –preguntó-.No hacía falta. Ellos no iban a hacerte
nada. Si vos no entrabas ahí igual iban a meterte para que no hubiera
accidentes. ¿Seguro de que no quieres salir?
Le dio unos segundos para responder, sin resultados. Valentina
manoseó la manilla de hierro abajo, pero no se atrevía a utilizarla para
obligar al chico a salir de su ostra. Prefería que él saliera cuando se
sintiera cómodo y lo deseara.
-Yo también he estado en un armario, asustada. Era alguien diferente
entonces, pero todavía me acuerdo. Vi a mi hermana en el lugar de estos
chicos, aunque ella en realidad acabó peor. No podía reconocerla al
final. Sólo era un montón de carne revuelto sobre un vestido negro
destruido. Me hubieran hecho lo mismo de no ser porque Kross llegó y los
mató antes de que lo hicieran. Es muy feo cuando la gente se mete
contigo y te hace cosas que vos no quieres. Incluso si les gritas que se
detengan y peleas con todo lo que tienes, no hay manera –Seguía sin
tener palabras de regreso. Cerró los puños y lo hizo caer por la
superficie suavemente, desesperada por llegar al otro lado-. Cuando
acabemos aquí nos vamos a ir, Manuel. Si bajas lo tomaré como que
quieres venir con nosotros, pero si no asumiré que prefieres manejarte
por tu cuenta. Ahora sos libre para hacer lo que quieras.
Un ligero golpeteo en la puerta hizo el corazón de Manuel dar un
salto. No creía que pudiera asustarse todavía más desde el momento en
que escuchó el estallido proveniente de las ventanas, pero obviamente se
había equivocado, justo ahora que el alboroto de afuera se había
calmado y lo único que le llegaba con claridad eran las palabras
susurradas de Valentina al otro lado. Supo que alguien estaba entrando
en la habitación y, a pesar de lo que ella le había dicho, Manuel se
encontró apretándose contra el fondo del armario, respirando en cortas y
rápidas exhalaciones el olor de su propio cuerpo. Valentina y ese nuevo
monstruo (ni por un momento había podido creer que no fueran otra cosa)
conversaron unos minutos antes de que oyera los pasos de ella de nuevo
acercándose.
-Salí cuando quieras. Vamos a estar abajo hasta la mañana esperándote.
A pesar de sus palabras, ella no se fue de inmediato. No tenía forma
de saber lo que hizo mientras no hablaba. Sus pisadas dejaron de oírse
merodear después de un tiempo y luego, sencillamente, sin una palabra,
había vuelto a salir. Manuel se abrazó las piernas y enterró la cabeza
entre sus rodillas. Estaba cansado de llorar y tratar de entender por
qué estaba pasando nada de lo que sucedió. Quería dormir y que uno de
los grandes viniera a sacarlo, llamándolo pendejo cochino porque se
había mojado. Escuchar el escándalo de cada mañana a medida que todos se
preparaban para ir a clases. Oler la leche chocolatada del comedor, el
mate cocido mezclado con jugo de naranja y las tostadas con mermelada,
manteca y dulce de leche. Sin duda, mañana todo seguiría como siempre.
Cuando volvió a abrir los ojos se sorprendió qué era ese mal olor.
Era peor que sus pantalones dentro de un espacio cerrado con la humedad
de su propio cuerpo. Sentía el cuello adolorido. Le costó levantar la
cabeza para mirar al frente, a la serie de sacos colgados de percheros.
Un poco de luz entraba por la puerta que se había abierto cuando su
pierna abierta se había movido al costado en medio de sus sueños. Le
pareció más intensa que de costumbre y no entendió por qué. Solían poner
las cortinas cada noche y abrirlas para las empleadas cuando subiera a
limpiar.
Entonces recordó que era el día después de Navidad y que ninguna
empleada vendría. Además de los hechos de la noche pasada. Miró la
puerta entreabierta con una viva sensación de horror. ¿Cómo sabía él que
una mano cubierta de sangre no vendría buscándolo? A menos que creyera
en las palabras de Valentina y ellos ya se había ido hacía tiempo. Pero
tampoco podía quedarse para siempre en ese armario, ¿o sí?
Si no por hacerle caso a su curiosidad, al menos por el bien de su
estómago. Tenía que averiguar qué era esa horrible peste. Rápidamente se
cambió su pantalón por uno nuevo que le acabó quedando algo grande.
Salió del mueble sintiendo que si seguía respirando iba a vomitar. Creía
que cualquier cosa que viera no podía ser peor que las miles de cosas
que había imaginado solo. No le bastó más que un segundo para darse
cuenta de cuán equivocado estaba.
No todo era horrible. O tal vez era horrible combinado. Le habían
dejado un cartel colorido a lo largo de una pared en los que se leía
“felicitaciones” y otras decoraciones festivas colgando de ciertas
esquinas. Era como si acabara de volver de unas largas vacaciones y
quisieran darle la mejor bienvenida posible. Pero las cabezas de los
chicos grandes que solían molestarlo colocadas en el suelo, formando un
arco frente al armario, daban una impresión completamente diferente. Los
cuellos estaban limpios y los rostros también, incluso más de lo que
estuvieran en vida, sin rastros de los dulces con los que se habían
llenado antes.
Ni por un segundo creyó que fuera una broma y ellos sólo se asomaran
desde un hueco en el suelo. Empezó a moverse para salir de la
habitación, sus rodillas temblando incontrolablemente. Acabó vomitando a
los tres pasos. Los turrones, las empanadas, el pedazo de pizza. Los
ojos le continuaron lagrimeando incluso cuando acabó. Alguien había
limpiado los vidrios rotos del piso, de modo que no había razón para
tener cuidado mientras avanzaba.
Se negó a ver en las otras habitaciones, aunque muchas tenían las
puertas abiertas de par en par y le dejaban percibir la peste al recibir
los rayos solares directamente. De alguna manera, a pura fuerza de
voluntad, consiguió llegar al piso inferior. Ahí ya no hubo manera de
evitar los cuerpos de los grandes y los pequeños que estaban abajo. Se
le volvieron a revolver las tripas pero ya no tenía carga adentro, de
modo que sólo pudo expulsar bilis amarilla entre la saliva amarga. Odio
el sabor que le quedó adentro. Por un momento se sintió mortificado
porque seguro que iban a retarlo y luego empezó a llorar porque a lo
mejor no quedaba nadie para retarlo.
Dirigió sus pasos al comedor. Habría contado con encontrarse otra
escena espantosa y recibió otra sorpresa. A excepción de unos pocos
vasos vacíos y unas migajas de sándwiches de miga, el sitio estaba
incluso mejor decorado y dispuesto que lo que había sido anoche. Un
enorme árbol decorado se alzaba desde un rincón, desde las luces
titilantes pintaban a las paredes de alegres colores. En la base una
bicicleta con los colores de Spiderman y su símbolo en una canasta
frente al manubrio. Adentro de esta misma había una gran tarjeta
navideña con Papá Noel haciéndole un gesto de saludo o despedida.
Manuel la tomó y leyó la letra elegante. Por alguna razón tuvo la
impresión de que alguien más había punteado las i después de terminado
el mensaje.
“¡Feliz Navidad, Manu!
Lamento que no hayas venido con nosotros, pero al menos ahora estarás
más tranquilo sin que te molesten. Te deseo toda la suerte del mundo
ahora que vas a estar por tu cuenta.
La bicicleta es para vos. Espero que la disfrutes. Te recomendaría
usarla para salir de ahí. No sé cuánto vayan a tardar, pero tarde o
temprano alguien verá lo que ha pasado y acabarán llamando a la policía.
Quizá no quieras estar ahí cuando eso pase.
¡No sé cuándo volveremos a vernos, pero ojala que sea pronto!
Besos, Vale.”
Manuel dejó de nuevo la tarjeta en la canasta y tomó a la bicicleta
por el manubrio, llevándola hasta la puerta principal. Afuera el portón
estaba abierto y no había nadie por las calles. Todo mundo se recuperaba
de las celebraciones de anoche, adentro de sus casas, seguros y
confortados. Se ubicó encima del asiento bicicleta y le sorprendió
descubrir que no le costaba demasiado recordar el cómo conducirla.
Manejó, aumentando la velocidad, sin nunca mirar atrás.
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