Capítulo 2
-Estás cagado de la cabeza.
-Y vos qué sabes –dijo el viejo con un gesto de
menosprecio-. Vos estás bien acomodado sentado encima del culo sin hacer
absolutamente nada. Igual que todos. No sé para qué me molesto en decirte nada
que sea algo más que andarte rascando todo el día.
-Sigues cagado de la cabeza –replicó Icaro, tomando otra
cucharada de la torta de chocolate que estaba teniendo en la cafetería en la
que se habían detenido. De vez en cuando miraba más allá del gorde sentado
frente a él y hacia una mesa cerca de los ventanales, donde un hombre tomaba un
cortado en obvia espera de alguien. Tomó de su propia taza antes de volver a
hablarle a su mentor-. ¿Cómo se te ocurre ir a querer meterte en medio de eso? Ese
es trabajo de la policía, que ellos se encarguen.
-A mí no me jodas –dijo el viejo, indignándose-. Nos hemos
ido en primer lugar de la policía porque ya estábamos hasta el culo con que no
hicieran un carajo. Queríamos hacer algo, ¿no te acuerdas? Pero ahora vos y los
otros están bien contento siguiendo parejitas a ver si se toman las manos con
quien no deben, como si eso arreglara nada. Lo que yo te estoy diciendo es una
pequeña colaboración, preguntar por ahí. Pero a vos te pasa por el culo, ¿no?
Que se mueran más chiquitas, que desaparezcan más jovencitas. Total, trabajo de
la policía encargarse, ¿no?
-Deja de decir pendejadas –dijo Icaro, aunque la descripción
bastante fiel sobre lo que hacía ahora sí le había picado, pero maldito él si
fuera a mostrárselo al viejo.
Entendía lo que el viejo decía y recordaba lo mucho que le
habían convencido sus palabras para abandonar el cuerpo oficial de la ley para
convertirse en esa cosa de al lado, que ni adentro ni afuera, atado y atrapado
al mismo tiempo. Las historias de los Sherlock Holmes y los Batman originales
se habían pudrido hacía años. Apestaban al moho de la infelidelidad, las
herencias dudosas, quizá alguna desaparición y, si uno tenía los contactos
correctos, a lo mejor el descubrimiento de un fraude empresarial que le pagaría
un pasaje a algún sitio exótico. Nadie iba a un detective privado por un caso
de asesinato perpetrado por enfermos que lo hacían demasiado seguido. Porque
incluso en el caso de que llegaran a averiguar la identidad del mismo, no
tenían ninguna autoridad sobre él. Sólo podían llamar a los que cargaban la
placa original y esperar que el tipo no saliera libre a los pocos meses debido
a la sobrepoblación.
Y su mentor ahora le salía con que quería hacerlo freelance,
independiente, porque le daba la bendita gana. No que no entendiera la lógica
detrás de semejante decisión. No tenían que llenar reportes que luego un
superior les miraría y les exigiría retroceder porque eso sería un
inconveniente para alguien que no podía permitirse molestar. En su tiempo
dentro habían consechado ciertas relaciones. Expertos. Gente con acceso a
ciertas cosas que servían bien en una investigación. Pero si las personas que
ya tenían libre permiso para usar todo ello e incluso más no habían conseguido
sacar muchos datos de las anteriores víctimas, ¿qué posibilidades tenían ellos?
-Vos no entiendes un carajo, nene –dijo el viejo, meneando
la cabeza-. No me digas que en serio te has tragado toda la mierda que andan
soltando sobre el caso. Vos sabes tan bien como yo que ocultar evidencia es el
pan de cada día allá. Ya sea porque no quieren que se sepa algo o porque no
quieren admitir lo inútiles que son.
Icaro despegó por un segundo la vista de su objetivo para
fijarla en el viejo con incredulidad.
-A ver, no, no, espera, ¿de qué me estás hablando ahora?
¿Crees que hay una conspiración en torno al asunto?
-He estado haciendo unas llamadas por ahí –dijo el viejo,
mirándole con seguridad-. Forenses que estuvieron ahí. ¿Y sabes lo que ellos me
contaron?
Procedió a contarle acerca de las marcas de los hombros y el
hueso dislocado en el caso del hombre. Nada de lo cual se había colado hacia
los medios de comunicación.
-A lo mejor lo quieren usar para las confesiones –dijo,
repuesto de la sorpresa-. Para poder desechar a cualquier boludo que quiera
confesar sin que en realidad haya tenido nada que ver.
-No me jodas. ¿Y cuándo ha sido la última vez que ha pasado
eso? ¿Cuándo ha pasado las bastantes veces para que esos pelotudos toman
semejantes medidas?
Tenía un punto ahí.
-¿Y vos qué sabes si no lo están haciendo ahora? Es la
primera vez en quién sabe cuánto que tenemos un asesino serial aquí. O se
avivan un poco o nadie les va a hacer caso nunca.
-Todo bien y perfecto con lo que dices, pero, aclarame algo,
si sos tan listo. ¿Por qué tienen víctimas en reserva?
Una mujer teñida de pelo negro y piel bronceada debajo de un
sencillo vestido de verano entró en la cafetería, haciendo sonar la pequeña
campana y alertando al hombre al lado de la ventana que había estado recibiendo
su celular. Se saludaron mutuamente con un beso en la mejilla y el hombre, al
sentarse, retuvo la mano de la mujer dentro de una de las suyas, acariciándole
el dorso con el pulgar encima de la mesa. Icaro bajó los lentes que había
tenido encima de la cabeza. A pesar de la conversación que estaban teniendo, el
viejo fue lo bastante considerado para hacerse a un lado y dejarle una visión
clara de la escena que estaba sucediendo. Dentro del bolsillo de su campera
Icaro presionó el botón de un pequeño disparador unas cuatro veces, lo que
sacaría una sucesión continuada de fotos durante cuatro minutos exactos.
Ninguno de los dos dejó revelar que nada estaba sucediendo. El viejo llamó a la
mesera para pedirle una medialuna junto a otra taza mientras Icaro pronunció su
deseo por una gaseosa sin mover la cabeza.
-Linda la pendeja –comentó el viejo con aprobación.
-Sí –dijo Icaro.
Finalmente captó el beso. Sacó el celular para comprobar que
todas las fotos se le habían enviado sin problemas y las guardó en su propia
carpeta.
-Dale, ya –dijo, volviéndose a subir los lentes. No tenían
aumento, pero aun así se le hacía molesto mirar a través de ellos-. ¿Cómo
víctimas en reserva?
-¿Cuántas han sido las víctimas anunciadas hasta ahora?
-No me acuerdo. Trece, ¿no?
-No, no. Te han dicho que son trece. A todo el mundo le han
dicho que son trece. Pero según me han contado mis amigos, que han tenido que
abrir y cerrar a los pobres desgraciados, son más de veinte. Gente bien humilde
que viene de barrios pobres o directamente huerfanitos cuyos padres no podrían
hacer una denuncia de desaparición porque, obvio, ellos también están muertos.
Pasa todo el tiempo que gente así de vulnerable desaparezca y nadie mueva una
pestaña. Pero los números siguen teniendo peso y mientras más grande el número
más histérica se pone la gente, de modo que se dan la libertad de modificar las
cuentas a como más les convengan. Eso no se te va a hacer nada nuevo, ¿no? No
te me vas a hacer el inocente sorprendido ahora.
Icaro no pensaba hacerlo. Era una idea horrible, la clase de
idea que le había hecho decidirse por abandonar de forma definitiva a la
policía para unirse al despecho símbolico, ya que carecía de un edificio
material único, del viejo. La policía estaba en el ojo de todo el mundo y por eso
no sólo cuidaba los intereses del pueblo, como sería su objetivo en un mundo
utópico. En cada asunto había demasiados intereses en contraposición y
finalmente un puñado de ellos se habían hartado.
Pero al final eso también había sido una utopía. Después de
ganarse sus licencias cada uno fue a hacer lo que pudo a fin de poder ganarse
el pan con que alimentar a sus familias. Por ahí alguno conseguía destapar un
caso de corrupción, conseguía algo de influencia mediática, conseguía una
charla con Lanata, pero eso sucedía en muy contadas ocasiones y definitivamente
no las suficientes para mantener en alto el fuego de lucha. Ahora sólo querían
algo en que trabajar sin sentirse tan cochinos y falsos bajo el manto legal.
-Y no –admitió, encogiéndose ligeramente de hombros-, pero
¿qué con eso?
-Pregúntame cuántas víctimas son en total. Pregúntame nomás
cuántas otras son las que no le contaron a la prensa y no quieren que vos te
enteres.
Icaro lo hizo, arqueando las cejas. Al recibir su respuesta
un peso pareció desprendérsele de la panza llevándose la sensibilidad de sus
manos, con las cuales ya no estuvo seguro de qué hacer.
-¿Ahora ves? ¿Entiendes mi punto? Aquí estamos hablando de
estadísticas de la época de las Malvinas. Ya no estamos jugando. Se han puesto
muy serios y, siendo así, ¿cómo me puedes pedir a mí que me haga el ciego,
sordo y mudo? Yo no me puedo quedar tan pancho de brazos cruzados y dejarlos
hacer lo que se les cante. Pero no lo puedo hacer solo, changuito. O sí, puedo,
pero preferiría que no. Más ojos trabajando me servirían de mucho.
-No sé, viejo –dijo, levantando la vista de nuevo.
La pareja acababa de pagar y se volvían a tomar de las manos
de camino hacia la salida. Había capturado un beso, pero eso no era suficiente.
Su cliente querría saber si es que habían llegado al punto de no retorno que
incluía unas sábanas que una empleada en un hotel debería cambiar una hora más
tarde. Se salió de la silla y sacó rápidamente, casi sin ver en su
concentración, los billetes justos para pagar su parte de la consumición más
una propina para la mesera.
-Me tengo que ir ahora. Hablamos luego. Llámame más tarde.
-Tu puta madre te va a llamar –suspiró el viejo, de pronto
cansado, dándole una palmada a la mano que se frotó en su hombro como gesto de
despedida-. Ya nos vemos.
Icaro ni siquiera lo miró. La pareja ya se estaba subiendo
al auto del marido infiel.
-Chau.
Tres días más tarde, Marta le llamaba desesperada,
preguntándole si había sabido algo de su marido recientemente. Y un mes después
volvió a sonar el teléfono de su casa a causa de ella, esta vez no para
preguntar, no para saber de si había novedades, sino para comunicarle la que
ella había obtenido. Icaro ya se la esperaba. Él también había visto la noticia
en el televisor durante el almuerzo y, sólo para asegurarse de que sus oídos no
le habían hecho una broma cruel (los hijos de puta en traje ni siquiera se
molestaron en profundizar más que en un mero anuncio de los hechos y pasar a
los estúpidos videos virales de Internet), buscó en Internet la noticia. No
había sido ninguna exclusiva de ese medio. Le pertenecía a todo mundo ahora.
Lo habían encontrado. En la parte trasera de una gasolinera
abandonada en los límites con Córdoba en cuya parte frontal aparecía en letras
de caricatura en rojo y amarillo el nombre que se le dio por última vez. Monte
Bello.
-
La humedad se percibía en el aire y las nubes se veían como
un montón de almohadas a punto de estallar, pero indecisas de sobre cuándo
hacerlo. Era las dos pasado el mediodía, el momento en que el sol debería estar
dándoles puñetazos en plena cara, pero parecía a punto de anochecer. Icaro se
alegró de haber traído una campera (negra, por supuesto) porque la sensación
térmica era de un frío definitivo. Después de escuchar la bendición del padre y
que cada uno bajara las cabezas en un rezo colectivo, el rechinido de las
cintas bajando el ataúd fue el único sonido oído dentro del cementerio. Icaro
escuchó una inhalación mocosa y violenta a su espalda. Marta estaba rodeada por
un fuerte compuesto de sus hijas, hermanas y amigas. De su sombrero salía un
velo negro que volvía sus rasgos como los de alguien más joven, simulando
arrugas y el maquillaje que no podía dejar de correr sobre sus mejillas en un
constante intento por mantenérselas secas.
Icaro empezó a perder de foco el hueco de tierra por donde
se sumergía la superficie de caoba clara. Se pasó la mano por el rostro, esperando despejarse, y se cubrió la
boca, apretándosela. Una parte dentro de sí todavía se sentía en shock,
congelada e indiferente, mientras la otra quería gritarle a todo mundo y
desgarrar algo, causar un verdadero berrinche por todo lo alto porque no, todas
las partes coincidían, que todo, todo, era sencillamente una soberana mierda y
no era justo. Tomó unas cuantas respiraciones profundas y se irguió en su
posición. Fue entonces que lo vio, apoyando contra un árbol y fumando
tranquilamente. Estaba vestido de negro en lugar de los colores violentos punks
que tenía la primera vez que lo vio. La punta de su zapatillas con plataforma
golpeaba rítmicamente sobre el camino de piedra.
Al verlo acercarse a su posición, desechó el cigarrillo casi
finalizado en un solo movimiento de índice experto. Quizá por considerarlo
irrespetuoso para la ocasión no se había arreglado el mohicano tan alto como
antes y en su lugar el cabello caía lacio por un lado de su cara. Parecía emo,
pero Icaro prefirió pensar que se trataba de una mera demostración de decencia
por su parte.
-Lo lamento –dijo el chico con un leve gesto de incomodidad
en la boca.
-¿Cómo sabías? –preguntó Icaro apenas detuvo sus pasos.
El chico lo miró compungido. Sabía exactamente a lo que se
refería.
-¿Y bien? –insistió.
-No sé –soltó el chico-. Vos has visto qué era ese lugar,
¿no? Yo trabajo respondiendo teléfonos.
-Sos adivino entonces –dijo sin molestarse en ocultar su
escepticismo y molestia.
El chico desvió la mirada. Claramente no ignoraba a lo que
sonaba semejante declaración en el exterior para las personas ajenas a su
oficio.
-Algo así. Vos me preguntaste por un tal Castillo y eso fue
lo me salió. Vi la noticia en el diario cuando mi papá la leía.
-Aja –dijo Icaro-. Y te viniste aquí por eso, ¿no? Incluso
te arreglaste para la ocasión. Te felicito, en serio. No se ve tal
consideración con los extraños hoy en día.
-Yo no sabía su apellido –se justificó el chico-. Llamaba
cada tanto. Has visto que el sistema te envía al azar a cualquiera de los que
están disponibles, pero el colgaba y volvía a llamar hasta que le tocaba
conmigo. Yo sabía que se llamaba Roberto, que estaba casado, hacía de detective
y ya. Él tampoco sabía mi nombre.
-¿Por qué te llamaba a vos?
-No sé –dijo el chico, sacando nerviosamente otro cigarillo
del bolsillo y encendiéndoselo. Icaro formó un gesto de desagrado que pasó por
completo desapercibido, pero que de todos modos ocultó de momento. Por ahora le
importaba un pimiento que no se cumplieran las leyes de no fumar hasta cierta
edad. Ese no era su trabajo-. La primera vez quiso saber no sé qué cosa de una
chica que había desaparecido y le dije lo primero que se me ocurrió, que habrá
sido que le ayudó porque volvió a hacerlo. Desesperado habrá estado entonces y
ya no le quedó de otra que recurrir a lo primero que pudiera. No había vuelto a
escuchar de él hasta que vos lo preguntaste y eso fue lo que vi.
-¿La chica Paraná? –preguntó, recordando el caso que había
resuelto el viejo a principios de año. En los primeros momentos se temió que
hubiera sido la tercera víctima del asesino de la carretera, pero al final el
viejo, contratado por la familia, averiguó que la chica en realidad se había
estado quedando en la casa del novio mayor de veinticinco años, con el cual la
familia ya había discutido en el pasado-. ¿Me estás diciendo que vos le ayudaste
en eso?
-Creo –dijo el chico, aspirando del tubo en sus dedos-. No
me acuerdo bien. Después de eso siguió llamando –Elevó la mirada e Icaro leyó
culpa en su rostro-. ¿Vos crees que si te hubiera dicho de una cuál era la
noticia habría servido de algo? Yo sólo alcancé a leer el nombre y el lugar
antes de que mi papá pasara la página. Pero no sabía qué le había pasado o qué
tenía que ver una cosa con la otra. No le puse mucha atención. Antes no, pero
después sí, porque ya sabía.
Icaro no acababa de entender de qué estaba hablando. Lo que
sí tenía claro era que no había acabado de hablar con ese chico. Era una pista
débil, la mención de una gasolinera, pero si el viejo había tenido éxito en el
pasado con ese chico, lo suficiente para querer utilizarlo en futuras
investigaciones e inclusive en esta nueva, no podía simplemente ignorarlo.
Suspiró mirando hacia atrás y vio que la reunión ya se estaba dispersando.
Ahora la familia de Marta volvería a la casa de esta.
-¿Tienes cómo volver a casa? –preguntó suavizando la voz.
Necesitaba la cooperación del chico. Este se encogió de
hombros.
-Me vine en remis. Tengo plata para volver.
-Si quieres te llevo –dijo-. Vos sólo decime dónde queda.
Icaro esperó alguna salida sobre si no era un pervertido
buscando aprovecharse de él, en cuyo caso él se ofrecería a pagarle un nuevo
remis en el que los dos irían, o cualquier otra muestra de desconfianza
(razonable de todos modos), pero el chico pareció aceptar fácilmente la idea.
No creía que fuera nada tonto en realidad. Entendía que sólo se trataba de una
excusa para hablar más tranquilamente.
-Bueno –dijo, como resignándose-. Si vos quieres.
-Sí –dijo Icaro, volviéndose-. Sólo deja que me despida de
la familia y nos vamos. Esperame en la fuente.
La iglesia era justo el espacio entre la entrada del
cementerio y el cementerio propiamente dicho. Ahí la gente encendía las velas
por sus santos y se arrodillaba en los muebles acolchados de color bordo para
pedir por algo más de la paz mental que les estaba faltando. Cuando llegó hacia
ahí Marta ya se estaba levantando con la ayuda de una de sus hijas. Las risas y
los gritos de los más jóvenes se escuchaban desde el exterior y el aroma de las
flores que vendían en los puestos al lado se mezclaba con el de la cera
derretida.
-Marta, me voy retirando –dijo llegando junto a ella-. Sólo
tengo que hacer una última cosa. Te voy a llamar mañana para ver cómo andas,
¿está bien? Y vos también llamame cuando quieras. Cuídate mucho.
Le dio los cuatro besos en las mejillas frías. Se había
subido el velo para entrar y sin él se veía todo el peso de las sesiones de
llanto en los últimas horas- Ahora parecía ligeramente ida, como si simplemente
se hubiera quedado seca de lágrimas. A pesar de eso, la mano con que le apretó
el brazo en señal de gratitud era dura y firme. Icaro agradeció al cielo una
vez más que no tendría que estar sola. La familia era muy importante en esas
circunstancias.
-Gracias por venir –dijo ella con voz aturdida y esbozó una
ligera sonrisa.
Icaro la besó otra vez y le dio un abrazo con palmada a la
espalda. Se despidió igualmente de las hijas antes de volver al cementerio,
encaminando sus pasos hacia la fuente de querubines. El chico ya estaba sentado
en el borde de cerámicos moldeados, jugando con los cordones de la zapatilla
subida a su rodilla.
-Vamos –le llamó.
La mayoría de los autos ya se habían retirado cuando Icaro
abrió la puerta de su vehículo para permitirle al adolescente entrar. Él se
acomodó detrás del manubrio y abrió las ventans inmediatamente después. Odiaba
el olor del cigarrillo que desprendía el otro.
-¿Por dónde es? –inquirió.
Marcos se lo dijo. Icaro conocía la zona. Hizo unos cálculos
rápidos. Sí, defintivamente tendrían tiempo suficiente. Salió del aparcamiento
y esperó a que se encontraran en la calle para hablar de nuevo.
-¿Entonces? –dijo, pensando que más le convenía ser
directo-. ¿Cómo es la cosa? Explicame cómo es eso de que ves el futuro.
-¿Vos crees en algo de esto para empezar? ¿Alguna vez te has
sacado las cartas o algo así?
-¿Por qué? ¿También haces eso?
-No, pero al menos si lo hicieras no creería que ya me tomas
por un loco y que no vas a tomar en serio un carajo de lo que te diga. Si ese
es tu caso ni me molesto en decirte nada. Nos ahorramos el problema de una.
Le sonaba lo suficientemente razonable. Ciertamente no era
de esos excéntricos que había visto de las películas que estaban tan firmemente
convencidos de su valía que resultaban irritantes por su arrogancia, la única
versión de un adivino que alguna vez conociera. Bueno, eso era un problema
menos. Quizá realmente podrían hablar como dos personas razonables y llegar
algo con más sentido de lo que tenían ahora.
-No, la verdad no –admitió-. Pensaba que el viejo tampoco,
pero si iba contigo pienso que habrá sido por algo. Él no era cualquier tarado
que se dejaba comer la cabeza por cualquier cosa. Además, sí adivinaste lo de
la gasolinera así que a lo mejor me puedas servir de algo a mí también.
Al pronunciar esas palabras, Icaro estuvo seguro de que por
la ventana salieron corriendo sus expectativas en cuanto descubrió el número en
aquella libreta.
-¿A qué? En ningún momento has dicho para qué me andabas
buscando. Ya te dije todo lo que sabía. Más que responderle cuando llamaba por
teléfono no he hecho nada.
Icaro esperó a que llegaran a una luz en rojo antes de
separar una de sus manos y ponerla a la espalda.
-Decime cuántos dedos estoy sacando –dijo poniendo una nota
afable, lejos de acusatoria.
-Me estás jodiendo.
-No, en serio –insistió como si fuera nada más un juego-.
Decime cuántos dedos estoy sacando. Dale.
-¿Y qué si te lo adivino, eh? ¿Mágicamente vas a empezar a
creer y nunca más vas a tener dudas?
No, pero sería un buen comienzo para siquiera considerar la
posibilidad.
-Vos no te preocupes por eso. Decime.
Una exagero bufido de irritación se dejó oír en el asiento
al lado.
-Cuatro.
Icaro sacó la mano. Sólo había plegado el pulgar. Volvió a
cerrarlos todos en un puño y lo ocultó en su bolsillo.
-¿Y ahora?
-Uno.
Sólo el dedo meñique en alto. A la tercera iba la vencida,
así era el viejo dicho. Fiel a él, Icaro lo intentó una vez más.
-Dale.
-Nada. Ni siquiera abriste la mano.
Icaro volvió a colocar las dos manos sobre el volante
después de abrir una de ellas. Ignoró el ligero temblor. La luz se cambió a
verde, permitiéndole el paso libre. Marcos rezongó.
-¿Quieres que te adivine los números de la lotería de paso?
-A ver, dale, anotámelo –dijo, forzando la sonrisa-. ¿Te sale hacer
eso?
-Lo intenté una vez, ¿sabes? Pero resultó que no podía
cobrar la plata por mi cuenta y era chico, por eso no le había dicho nada a mis
papás todavía.
-¿Ellos saben de qué trabajas?
-Papá nada más. A lo mejor cree que estoy zafado de la
cabeza igual, pero mientras no sea un zafado que se haga daño o a los otros
está bien que al menos gane algo de plata propia. Mamá sabe lo del trabajo,
pero cree que me dan los guiones y todo es mentira.
No la culpaba.
-Bueno, como sea que sea –dijo, recuperando la calma al
enfrentarse a los hechos más apremiantes-, estoy ahora igual que el viejo. Acabo
de heredar el caso en el que estaba trabajando y mientras cuente con más
recursos, mucho mejor.
-¿Y para qué es esto? Digo yo, si se supone que te tengo que
ayudar y todo eso, mínimo tendría que saber para qué.
Era verdad, no podía negarlo. El tema era que no sabía de
qué manera iba a reaccionar frente al hecho.
-¿Has escuchado del tipo que anda dejando muertos en las
carreteras?
-El fronterizo –dijo Marcos recitando el nombre que le había
dado la prensa amarilista y el que, por supuesto, era el más conocido por la
gente-. Che, pero si estás trabajando en
eso de una te digo que no tengo ni idea de quién es. El viejo ya me lo preguntó
y no saqué nada. Y no creas que no me gustaría ayudar, pero tampoco es algo que
pueda controlar. Si nada ha salido antes, nada va a salir siempre. Así es.
-Bueno, con algo tengo que ganarme el pan yo –dijo, a
perfectas sabuendas de que nadie le había estado pagando al viejo para tomarse
semejantes molestias y nadie iba a pagarle a él por hacer lo mismo-. De todos
modos, nunca se sabe, ¿no? –Después de un rato se le ocurrió una pregunta-.
¿Siempre has podido hacer eso? ¿Incluso de chico?
-Sí, incluso de chico –dijo Marcos y la nota de súbito
pesimismo en su voz le hizo saber que no estaba precisamente feliz al respecto.
-Se vuelve aburrido saberlo todo –comentó, imaginándoselo.
Sin sorpresas, todo hecho como si fuera parte un guión
prescrito, la vidad de verdad podía tornarse de lo más insípida.
-Yo no he dicho que lo sepa todo –recalcó Marcos con una
súbita dureza. Luego se inclinó contra el apoyabrazos de la puerta y se apartó
el cabello negro detrás de la oreja-. Ya me gustaría a mí.
Entonces sacó el paquete de cigarrillo de su bolsillo y
empejó a separar uno, con el encendedor ya sujeto entre los dedos.
-Ah, no, aquí no –dijo Icaro-. Una cosa es fumar afuera, esa
es cosa tuya, pero dentro del auto no.
Marcos giró los ojos ante eso, pero guardó el paquete de
todos modos.
-Bueno, bueno, calmate. Tampoco es para enojarse.
-No, sí es para enojarse. Mi viejo se murió gracias a esa
mierda. Y vos también te vas a morir si sigues fumándola a cada rato. Encima
que no aguanto el puto olor.
-Bueno, perdón –replicó el chico, exasperado, y luego, como
si se lo pensara mejor, en tono más suave-. En serio, perdón. No sabía. Haberlo
dicho antes vos.
Icaro chasqueó la lengua, molesto consigo mismo por
semejante reacción. Pero es que le irritada toda la idea. Tan jovencito y
poniéndose esas porquerías venenosas adentro a voluntad. Porque le daba un
bienestar pasajero que se cobrara su precio cada vez.
-Es que ya te he dicho, eso es cosa tuya. No me molesta que
la gente fume en general, cada uno es libre de hacer lo que quiera. Lo único
que te pido es que no lo hagas en mi cara y me obligues a aguantármelo.
-Bueno, ya estuvo –concilió el joven, otra vez harto,
mirando por la ventana-. Dobla por aquí.
Icaro dobló.
-¿Entonces? –preguntó.
-¿Entonces qué?
-¿Qué dices sobre ayudarme? Con mucho o poco, cualquier cosa
es mejor que nada.
-Al tipo lo mató el fronterizo también, ¿no? –dijo Marcos de
repente, pasado un tiempo de silencio.
Icaro ni siquiera se sorprendió. Sólo era cuestión de sumar
dos más dos. Lo único que para lo que serviría su respuesta era para acabar de
confirmar lo sabido.
-Sí.
-Así que lo tuyo ya es una especie de vendetta, ¿no?
-No –se dijo, aunque sabía que más deseaba mentirse a sí
mismo que al joven.
No lo consiguió. Ni siquiera podía pensar en la voz fatigada
de Marta por el teléfono y la manera en que su voz se resquebrajó justo después
de pronunciar las palabras necesarias, teniendo que recurrir a una de sus hijas
para decirle que hablarían más tarde. El llanto de las personas mayores podía
ser más desgarrador que el de cualquier niño, por tanto eran ese sonido de
destrucción interna, de una devastación tan grande que apenas conseguía abrirse
paseo hacia el exterior y cuando lo hacía era ese cuentagotas incesante,
sumando poco a poco las penas.
-Nunca me respondiste lo que te pregunté allá en el parque –recordó
de pronto Marcos, volviéndose hacia él.
Su mano golpeaba rítmicamente la puerta.
-¿Qué cosa? –preguntó, porque la verdad no lo recordaba.
-¿Crees que si te hubiera dicho todo lo que vi de la noticia
podría haber servido de algo?
Icaro consideró sus opciones. Podía mentirle y decirle que
no se preocupara, que seguramente lo hecho, hecho estaba y ninguna palabra de
adivino iba a cambiarlo. Después de todo, el viejo ya habría estado muerto para
entonces. Pero el chico había sido sincero, por lo menos que él pudiera decir,
y si iba a necesitar su ayuda en el futuro lo último que quería era empezar a
verlo como ese niño idefenso que necesitaba ser tratado con guantes de seda. Una
vez que empezara iba a ser muy difícil de parar.
-A lo mejor –dijo, manteniendo los ojos en la calle-. Si
hubiera sabido dónde era el sitio podría haber llamado a unos amigos y preparar
una redada para cuando el asesino se presentara a dejar… -Le costó decirlo,
pero finalmente lo hizo- el cuerpo. Por ahí habría quedado flotando la duda
sobre cómo sabía que iba a estar ahí en primer lugar, pero frente a una captura
así a nadie le habría importado mucho –De pronto se dio cuenta de lo que
realmente estaba haciendo. ¿En serio pretendía hacerlo? ¿Echarle la culpa a un
jovencito? Cerró los ojos, molesto consigo mismo-. Olvídalo, no dije nada.
Igual no sé cómo los habría convencido de quedarse toda la noche esperando por
algo que ni siquiera yo creería que iba a pasar. Pero bueno… todavía se puede
hacer algo y eso es lo que importa. Se puede hacer algo todavía para detener al
loco ese.
Esperó que el joven no le preguntara el qué. Esperó que no
fuera realmente de los que necesitaban los guantes de seda.
-¿Y vos crees que yo puedo ayudar? –preguntó tras unos
segundos.
Otra luz roja. Icaro se giró para verle tras detenerse.
-Espero que puedas –dijo Icaro con seriedad-. Lo que es yo
me importa un carajo si sos adivino, lees las cartas o qué sé yo. Eso no me
importa. Lo que yo sé es que si le has acertado una vez, le puedes acertar
otras y cualquier ayuda sería buenísima en este momento. Si ves una cara, un
nombre o lo que sea que funcione contigo en un caso así, avísame. Es más –dijo,
de pronto ocurriéndosele-, necesito tu número de teléfono también para tenerte
agendado. No el número de donde trabajas porque ni en pedo me voy a pasar la
vida ahí esperando a que me den contigo, sino el de tu celular.
-¿Te das cuenta de que en realidad nunca me probaste a mí que
eras un detective de verdad? ¿Cómo sé yo que no sos un viejo verde queriéndose
ligar a un jovencito?
Icaro casi se rió.
-Tengo 28 años. Todavía no llego a viejo. Y si quieres ver –se
removió en el asiento y sacó su billetera con la placa mandada a hacer-, aquí
está. Pero si no mal recuerdo vos fuiste el que se largó corriendo como un
ladrón apenas me vio. ¿No te dijo alguna de tus visiones lo que yo era?
-Esto fue lo que vi –dijo Marcos como si acabara de confirmarlo,
después de echar una larga mirada a la placa. Icaro se la guardó dirigiéndole
una expresión que pedía aclaración-. Apenas te vi la cara vi también tu
identificación y la placa. No es como de las películas.
-¿Como viste la noticia de la gasolinera?
-Sí. A veces ni me doy cuenta de qué se supone que estoy previendo
hasta que ya ha pasado –Marcos agitó los hombros y miró por la ventana-. Peor
que no saber nada es saber apenas un poco y mal.
La última vez que había escuchado semejante frase había sido
en la secundaria, de boca de una profesora que regañaba a la clase entera por
las notas desaprobatorias en el examen. Decía que siempre era mejor desaprobar “honradamente”
que matarse inventando tonterías que ni venían al caso. Pero hasta ahora el
chico no se había inventado nada.
-Es aquí en la esquina –le indicó señalando por la ventana.
-Tu número –le recordó Icaro-. De tu celular, para no
molestar a tus padres.
Sacó su libreta y se la pasó junto a la lapicera. Marcos
mostró un poco de reticencia todavía, pero acabó aceptándolo y anotando en
grandes y delgados caracteres sus datos básicos.
Después de lo dejó encima del salpicadero, procediendo a
salir del vehículo. Icaro se inclinó sobre el asiento y le habló por la ventana
abierta.
-Va a ser un placer trabajar contigo –le dijo, poniendo una
nota de humor.
-Sí, ya te voy a cobrar y pedir un aumento –respondió Marcos,
sin sonreír, sacando la llave de su casa.
Icaro se quedó a ver cómo entraba. Luego se retiró. De vuelta
a no tener nada definitivo sobre lo cual trabajar.
Capítulo 3
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