jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 1

“El camino al infierno está pavimentado de buenas intenciones”
-Anónimo.
“You have never seen nothing like it
No, never in your life
like going up to heaven
and then coming back alive.
Let me tell you all about it
if the world wills so allow it”
-”The march of the black queen”, Queen

Capítulo 1: Una familia promedio

Su apellido no es importante. En ningún sentido. Entre sus portadores jamás hubo un artista destacado en ninguna de las múltiples áreas que ofrece la humanidad, y mucho menos un doctor cuyo accidente la historia guarde tierna memoria. Eran más bien de esos millones y millones de nombres en el mundo que forman al público común, idos tan fácilmente como aparecieron. Gente de bien, decentes, muchas veces egoístas pero no al punto obvio en que genere una instantánea antipatía, sino el egoísmo hogareño, estrecho, que sencillamente no ve razón para ver más allá de su propia cerca a menos que necesite una nueva capa de pintura. Podrían haber sido el relleno de cualquier ciudad, un relleno quizá necesario pero imperceptible.



La ciudad tampoco es digna de mucha introducción. A ciertos de sus habitantes les gusta recordar que una vez fueron parte “la madre de las ciudades”, tan o más importante que la potente Buenos Aires, pero ese ya era un dato casi meramente anecdótico, apenas una frase o dos en un libro de historia y cada vez más olvidada en las celebraciones patrias. Por lo tanto, nombrarla es una pérdida de espacio en la que se prefiere no incurrir.

El tipo de perfil justo que ellos estaban buscando.

Pese a lo mucho que a las películas, novelas y otros medios le gusta hacer alarde de la sordidez que infesta las calles de esos sitios que, apenas aludidos, traen a la mente del lector común un ambiente y una atmósfera específica, consideraban que operar allí habría sido digno del mayor necio. Lo último que les hacía falta era recibir reconocimiento por su labor. Nadie más debía conocerla. Como una sociedad secreta sobre la que un ocioso gustaba de especular, desde el inicio ellos tuvieron claro que el camino de la discreción y el sigilo era el único plausible.

Esa fue la razón por la que demoraron tanto en dar con la familia.

No podía ser aquella con la hija fiestera que llegaba tarde incluso los días de semana y salía con distintos amigos los fines de semana. Amigos que notarían su ausencia. Tampoco esa del chico que practicaba futbol en un club deportivo y se llevaba bien con el entrenador. Un hombre que vería muy extraña una falta injustificada. Desde luego eran impensables las de padres voluntariosos en diferentes actividades por la ciudad, maestros, doctores, policías o incluso dentistas. Demasiada gente dependiendo de su constante presencia.

En su caso, ella era secretaria en una escuela pública necesitada de una mejora y él un profesor-escritor que no realizaba ninguna de las dos actividades en un largo tiempo. Los niños eran igual de prescindibles: de caracteres apacibles, olvidables, no conseguían sobresalir en ningún grupo. No hacían berrinches en público. No gritaban por atención. No hacían travesuras que luego uno rememoraría con remordimiento. Jugaban acorde a las reglas y no protestaban cuando otros la rompían. Seguían a los líderes. Casi ni parecían niños, pero sin duda pegaba con sus progenitores.
Lo único que les hizo dudar fue su aspecto. Eran preciosas, hermosas criaturas de pieles blancas y cabello negro puro, mirando el mundo y sus misterios con unos grandes ojos verdes capaces de embelesar a quien los viera por primera vez. Pero apenas pasaba el tiempo, apenas uno se acostumbraba a la lindura, eran lo mismo que estatuas o un bonito cuadro en la pared. La facilidad para describirlos podía arreglarse igual de sencillo.

La tarde misma del momento decisivo, después de que hubiera regresado de oír en silencio el sermón en la Catedral frente a la Plaza Libertad, sin tener la menor idea al respecto, la ciudad ya se estaba preparando para despedirlos. Con sólo un par de llamadas la oficina ya no iba a esperar a que la señora cumpliera con su turno ni la escuela iba a tomar en cuenta el silencio cuando nadie respondiera a dos nombres de igual e insignificante apellido. De igual manera se encargaron de las compañías de luz, agua y gas, cancelando los servicios. Todas las personas pertinentes supieron pronto que la familia iba a mudarse a otro país para atender a una abuela enferma. Ni siquiera habría un primo molesto haciéndose preguntas y realizando campañas reclamando justicia, como ya les sucedió una vez. Ahora cumplirían bien con su parte.

Poco después de que cayera la noche, la familia asumió que el apagón que nubló su vista no era nada para alarmarse. En medio del enredo por buscar linternas y velas con las cuales iluminar las habitaciones, no notaron que la puerta trasera se abría silenciosamente.

La vela de la cocina se apagó poco después.

La niña preguntó si era mamá. Mamá dijo que estaba en el segundo piso. El cuerpo menudo se derrumbó enseguida al entrar en contacto con el táser. Papá trató de agarrar un cuchillo, pero era demasiado delgado, falto de coordinación e intelectual para ofrecer una verdadera pelea cuerpo a cuerpo. El pequeño estallido del arma silenciada contra su cráneo se podría haber confundido con cualquier cosa sin importancia. La madre emitió un sonido como un conejillo de indias atropellado antes de caer. Sólo les faltaba el hijo, que los miraba en medio de la penumbra, sin comprender otra cosa que lo sea que estaba sucediendo era muy malo aunque no sabía cómo, apenas forcejeando un poco cuando le inyectaron el tranquilizante.

Entonces sus ojos verdes se cerraron y ellos se hallaron libres para comenzar.

—–

No se consideraban asesinos, aunque mataban de vez en cuando. La pérdida de la vida ajena era nada más que el medio hacia un fin único al que orientaban la suma de sus esfuerzos. Tampoco eran ladrones, aunque debieron deshacerse de la mayoría de las fotos familiares y cualquier objeto demasiado personal. Los acumularon en el mismo rincón donde pusieron dos largas bolsas negras llenas, pero desde luego no iban a ser desordenados.

Eran hackers, programadores, proveedores de entretenimiento, socios, amigos. Se habían conocido en una universidad de habla inglesa y no se molestaron en terminar la carrera cuando se percataron de las posibilidades ofrecidas por su unión. Lo que buscaban era peligroso, pero sabían que valía la pena. Los altos beneficios se los confirmaba en cada ocasión.

En el gran mercado de la Internet, tan variados en matices oscuros, su servicio era único y especial. Aceptaban pedidos siempre que les era posible. En la última transmisión los clientes quisieron algo en vivo y directo, de modo que eso iba a ser lo que tendrían. A los de más confianza se les había dado los datos precisos para poder acceder a la zona de chat secreto donde no sólo serían capaces de comentar sus impresiones (a punto de estallar si no las redactaban), sino que podrían dar sugerencias durante el proceso.
Hasta entonces ninguna de sus experiencias anteriores no había hecho más que exceder sus expectativas. Todos estaban muy emocionados por ver en lo que resultaría. Habían cambiado la ropa de la niña por un camisón rosado donde Barbie aparecía representaba como una hada fucsia. Viéndola temblar con la prenda casi cubriéndole los pies daba una impresión todavía más clara de vulnerabilidad, como si acabaran de arrancarla de la cama y todavía no supiera que lo que estaba viviendo no era parte de una pesadilla. Demasiado aterrada para resistirse, gimoteó como un cachorro herido al ser empujada debajo de las luces.
Sus enrojecidos ojos verdes se dirigían hacia el rincón de las bolsas negras y el labio volvía a temblarle, pero ninguna palabra comprensible llegaba a salir de ahí. Podía ser más fácil de lo que pensaron.
Los clientes demostraron su aprobación por la nueva carne. Una niña de seis años muy linda, sin duda que sí. Tan bonita y joven que casi se podía percibir una fragancia a bebé recién bañado viéndola. Quizá era demasiado delgada. Había que decirle que no se preocupara más porque “papi” se iba a encargar de ella muy bien. Era difícil seguir el ritmo de la pequeña ventana y sus constantes actualizaciones. La primera sugerencia oficial llegó a dos minutos de presentado el espectáculo.
Córtenle la ropa hasta dejarla sólo en ropa interior.
Habían traído varios instrumentos en sus maletines, incluyendo tijeras de distinto tamaño. Mientras uno le sujetaba los brazos en forma de cruz, otro comenzó a deshacer las coloridas alas en parches desiguales. Quizá fuera por la cercanía del metal afilado o porque intuía que iba a ser inútil actuar de otro modo, lo cierto fue que apenas tembló un poco cuando su blanquecina piel apareció descubierta ante la cámara. La sonrisa de Barbie había quedado destrozada y desechada para siempre. Las bombachas infantiles eran rosadas y sin motivos decorativos, irresistiblemente provocativa con su mera existencia.
Los clientes se regocijaron. Confundiéndose uno entre otros, la mayoría pidió un giro para contemplarla al completo. Para dar la impresión de que ellos también estaban ahí.
Quémenle el brazo.
Como no se especificó cuál brazo, apoyaron la punta roja del habano cubano contra el izquierdo. El hombre que la sujetaba tuvo que empezar a emplear más fuerza mientras todos los presentes oían el silencio ser derrumbado, roto en mil pedazos de agudos tonos histéricos. El aroma del tabaco quemado se mezcló en una hilacha gris con el de la piel quemada. La sangre lució todavía más brillante en contraste de su tono. Empezó a llorar por su mamá, olvidándose de las bolsas y que había visto lo que contenían.
Abofetéenla. Tiene que aprender a comportarse con sus mayores.
La marca roja quedó impresa en su mejilla, callándola sólo por unos segundos. Para los clientes, en realidad, daba igual porque la imagen se enviaba sin sonido. Incluirlos en un archivo iba a costar extra. Algunos lo lamentaban pero, otra vez, la mayoría mandaba y esta sólo tenía nuevas ideas en mente. Muchas sugerencias se perdieron en un mar de información, pero una permaneció gracias a la repetición consecutiva de los usuarios.
Denle a esa putita un buen rato.
En el suelo, desnuda al fin, ya sin secretos que esconder ni nada que reservarse para un futuro príncipe azul. Cumplieron a la perfección con la promesa implícita dentro del nombre que escogieron para su grupo, “A Good Feeling”. Los fluidos llegaron hasta la alfombra púrpura, volviéndola más oscura que antes. Eran dos hombres y dos mujeres, pero sólo una de las últimas estaba ahí ofreciendo su asistencia. La otra controlaba que en ningún momento se dejaran ver sus rostros por encima de los de su pequeña protagonista.
A los clientes no les gustaba que un miembro del grupo sólo se quedara ahí, viendo mientras se daba placer a sí misma sobre una silla. Nadie se quejaba al respecto, pero querían un poco de variación en la fórmula. En un momento de inspiración sacó un martillo y una botella de plástico vacía, mostrándoselas a la expectante lente. Si bien hubo unos segundos de aparente unanimidad, pronto quedó establecido el ganador: el martillo.
Sosteniéndolo desde el lado contrario al mango, la mujer participó. De por sí la zona había quedado muy maltratada, de modo tal que fue sencillo la introducción. La obligaron entre los tres a aceptarlo todo, hasta el fondo. Seguramente algo se acabó desgarrando porque la pequeña, inmediatamente después de rasgarse la garganta, se desmayó. Por fortuna las paredes que los unían a sus vecinos inmediatos eran de grueso cemento, por lo que sería imposible que se enteraran.
Ese era el contrapunto al que habían estado esperando. Como si fuera parte de una señal convenida de antemano, los clientes hicieron peticiones más variadas. Alguien pidió que trajeran un perro para contribuir. Otro una gallina. La técnica tomó nota del primero porque no era la primera vez que lo leía, pero de momento habría que conformarse con los humanos que tenían.
Usaron agujas, tanto de tejido como de coser. Emplearon cuchillos de carnicero, escalpelos de cirujanos y limón de la verdulería. El uso de este último instrumento, corriente pero efectivo, activó un nuevo acceso de consciencia antes de sumergirse en la definitiva nada cuando súbitamente decidieron deshacer la forma redonda de su cabeza morena con un bate de su querido beisbol. Fue un impulso más que el cumplimiento de una petición y la mujer responsable, nuevamente, se echó a reír.
Antes no parecía una niña debido a su conducta serena. Ahora, debido a ellos, ni siquiera recordaba a un ser humano. Los mensajes de felicitación y alegría, que la técnica leía en voz alta, no se hicieron esperar. Pero en medio del coro extasiado, había un patente descontento. El video estaba durando unos meros 15 minutos. Muy poco tiempo en comparación a las anteriores entregas, la primera de las cuales llegó a una espléndida hora y media.
Sin embargo, no había necesidad de preocuparse. Habían previsto hasta el último detalle, incluso aquel. Después de despejar un poco la zona, trajeron a su siguiente invitado de la noche: el pequeño de siete años. El parentesco resultó evidente, tanto que hubo preguntas sobre si eran gemelos. La técnica se aseguró de que se mostrara el lugar de donde había salido, un pequeño armario dentro de la sala con puerta de barras horizontales, para que los clientes supieran que no sólo había oído desde el principio hasta el fin del espectáculo sino que incluso podría haberlo visto sin dificultad.
La impresión que daba al ser conducido al sitio donde antes estuviera su hermana era de un joven sonámbulo. Su mirada los devoraba a cada uno de ellos como un abismo hueco sin alma o consciencia de los sucesos. A él sí se le había permitido conservar sus ropas originales, nada más porque no encontraron el icónico pijama de superhéroes con piecitos cubiertos. La camisa de iglesia desabotonada en el cuello, fuera de los pantalones sujetos por un cinturón a cuadros blancos y negros. El cabello negro estaba impecablemente liso como sólo podía ser el cabello de los niños, cortado hasta cubrirle en línea recta el delgado y delicado cuello blanco. Sus labios rosados estaban resecos pero todavía traían a la mente imágenes de querubines traviesos al ser puesto a la potente luz, dignas de cualquier estudio cinematográfico.
La satisfacción de los clientes quedó confirmada. Ni una sola palabra de protesta por el hecho de que no se tratara de otra niña. Un usuario mencionó que no era lo suyo, pero no iba a juzgar sin antes conocer. La diferencia, para ser justos, tampoco era demasiada. A diferencia de su hermana, él ni siquiera se movió cuando le desnudaron el pecho plano, teniendo ellos que moverle los brazos faltos de voluntad. Se sentía una muñeca inexplicablemente de pie.
En otras ocasiones, la falta de expresión habría sido aburrida, pero no en aquella. El cuadro por sí solo suplía hasta la más absurda falta y tanto mejor si él no se oponía, tanto mejor si les daba plena libertad (la libertad que ellos buscaban sin descanso, la libertad que, a diferencia de tantas personas, sólo podían percibir durante sus horas de trabajo) para dar rienda suelta a la fantasía. Una visión adorable aquella de los dos puntos rosados que una de las mujeres sobaba con un tierno embeleso. El niño alzó la vista para encontrarse una sonrisa de oreja a oreja e inclinó la cabeza, como si intentara comprender. Semejante gesto de inocencia exaltó el humor de una forma más acalorada que sucediera con su hermana.
Era el cordero entregándose al carnicero. La víctima aceptando sumisa la suerte que le dispusiera el verdugo, permitiéndole a este imaginar, si le daba la gana, que era deseado y esperado por la otra parte. Sin barreras que derrotar, sin peleas que librar, el tesoro caía en sus manos como si fuera el mismo cielo quien los recompensara por fin tras una larga existencia de privaciones esenciales. La mirada del chico no contenía nada capaz de repeler. Estaba y eso era suficiente para atraerlos.
Lentamente, como si lo saboreara junto a la audiencia, el hombre más fuerte comenzó a quitarle el cinturón infantil. La técnica hizo un inconsciente acercamiento al estómago lampiño, maravillada porque la respiración apenas se agitara un poco ante la inesperada cercanía. Incluso ella, quien nunca llegaba a entender del todo las muestras de alegría por parte de sus compañeros, seguía la escena con una atención especial. Se saltó varios pedidos en su afán por seguir el descenso de una sola gota de sudor, desde los suaves relieves de las costillas hasta el borde los pantalones grises.
De pronto las dos pantallas, la de la cámara y la laptop, cambiaron a negro. Al principio ni siquiera se le ocurrió gritar “corte” porque su primera reacción fue golpear el aparato en sus manos, como si no supiera mejor que eso no iba a permitirle seguir disfrutando de su película favorita. Pero era como si estuvieran muertos, no entendía.
Cuando volvió a mirar, ya era demasiado tarde.
—–
El incendio empezó a la medianoche. Después de los primeros minutos desapercibido, pronto la calle estaba salpicada de testigos siguiendo las humoradas negras escapándose de las ventanas destrozadas. Entre gritos la gente se pasaba el insignificante apellido. Preguntas sobre si alguien los había visto. Recordatorios de que tenían niños. Lamentaciones porque hubiera niños. Deseos porque no estuvieran adentro. Dios, dios, por dios, y el olor, el ruido, las nubes, las luces de la ambulancia, alguien llame a la policía. Los bomberos teniendo que pedir a la gente que se apartara.
En medio de la confusión, nadie registró al niño alejándose a pie de ahí. De haberlo hecho habrían visto que llevaba una camisa mal abotonada, algo arrugada pero decente, limpia y lista por manos de madre para asistir a la iglesia. De resto, estaba completamente ileso. Podría haberse recién despertado de la siesta.

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