jueves, 8 de mayo de 2014

Capítulo 2


“Now I´ve got a belly full
You can be my sugar-baby
You can be my honey child, yes”
-Queen.

Capítulo 2: El hombre amistoso

La Plaza Sarmiento era un centro de modesta actividad. Menos comercial que la de Libertad, solía ser el sitio donde los jóvenes jugaban sus partidos de futbol con bolsas convertidas en pelotas. Cada tarde eran infaltables los corredores que trotaban por el camino de mosaico entre los árboles. Por la noche, cuando las luces de la fuente se encendían y empezaban su recorrido por los tonos del arcoíris, ellos se estiraban cerca del podio donde se alzaban postes imponentes antes de iniciar el regreso a sus hogares. Los estudiantes del profesorado en la Escuela Normal ya salían a ocupar los asientos de sus motocicletas o automóviles, contribuyendo al oscurecimiento y abandono del edificio.

A las 3:00 A.M, sin embargo, ya no quedaba nadie. El borracho de siempre (o más bien, uno de los borrachos de siempre) podría haber presenciado el auto del sacerdote detenerse en la esquina, pero tenía demasiado vino barato en las venas para que reparara en la figura negra sin collarín, acercarse a otra más pequeña que jugaba en la fuente. La conocía a esta última o al menos su presencia no le era extraña. A pesar de su incapacidad de retener al tiempo en su justa medida, sabía que desde hacía poco aquel era un residente permanente de la plaza. Siempre dolía un poco verlos tan chicos, pero en su caso era peor. De color tan blanquito, incluso sin haberse bañado en días, sencillamente no parecía pertenecer a ese modo de vida. Pero eran de esas cosas que uno aprendía a aceptar como parte impuesta del paisaje. A fin de cuentas, la mala suerte nunca había discriminado antes.
El sacerdote sin collarín habló brevemente con el error del destino antes de llevárselo consigo de la mano. Adentro del auto, le ajustó el cinturón y lo ayudó a acomodarse antes de entregarle la barra de chocolate que le había prometido.
-Pero cómela con calma o te hará mal -advirtió inútilmente, pues apenas tuvo el empaque entre sus manos el destino de la golosina estaba sellado.
En menos de dos minutos la criatura lamía los restos dejados en sus dedos. Cuando el semáforo se puso en rojo, contempló la pequeña lengua envolver los delgados dedos, pasando encima de ellos una y otra vez, antes de que la boca rosada se pusiera a chupar la punta con un evidente deleite. Al hombre ni siquiera se le pasó por la mente protestar al respecto.
Debido a lo tardío de la noche, no había tráfico aguardándolo al estacionar frente al imponente convento de San Francisco en la calle Roca. Se bajó del vehículo y le abrió la puerta a su acompañante desde el otro lado, tomándole de las caderas para bajarlo al suelo después de liberarlo. Lo condujo de la mano, fría y húmeda por la saliva infantil.
-Tengo muchas más cosas adentro -le prometía abriendo, como siempre, la puerta trasera-. Te gustan los dulces, ¿no? Hay galletas, chocolates, gaseosas, todo lo que vos quieras.
Le parecía que el otro no podía mucha atención a sus palabras. Observaba como en un trance la habitación llena de los ropajes ceremoniales, las vitrinas con los reconocimientos concedidos a la iglesia, fotos de la graduación de los estudiantes y las copas doradas para impartir la eucaristía. Al principio le preocupó que se tratara de un síntoma de avaricia pronta a estimular su inteligencia, pero pronto entendió que la expresión sólo pretendía evidenciar curiosidad, tan simple y sincera como la de cualquier ser en desarrollo. No obstante, ninguna pregunta rompía el silencio de ese templo nocturno.
Tras penetrar por otra puerta, subieron las escaleras hasta su habitación. Estaba muy oscuro, pero ni aun entonces el hombre percibió un deseo de retroceder.
-Pero antes de que puedas comer, te deberás bañar. No querrás enfermarte llevándote a la boca todos esos sucios microbios de la calle. Lo mejor será librarte de todo ello.
El cuarto era modesto, mínimo en sus decoraciones, pero estaba cálido gracias al calefactor del rincón. Iba perfecto para descansar tras una noche como aquella. Completamente iluminado y tranquilo dentro de sus dominios, el sacerdote se giró para ver a la niña. No tenía idea de cómo, pero de alguna forma le pareció todavía más preciosa que esa tarde, cuando la vio por primera vez pidiéndole unas monedas a los carreristas. El tono agudo de su voz se le hizo interesante, habiendo oído el bajo y patético que otros jóvenes en su misma situación solían emplear.
En su afán por inspirar compasión, esas pobres almas engendraban en cambio un inmediato rechazo por su aspecto de eterno descuido, de no haber conocido nunca mejor en la vida. En cambio esa nena, descalza y ataviada con un vestido celeste deslavado, decorado con más agujeros de los necesarios, movía al corazón al no buscarlo conscientemente, al dejar que estos se sintieran imantados por ella. Ver esa carita manchada de tierra y la falta de sonrisa era suficiente para impulsar la generosidad. No era de extrañar que hubiera recibido un billete de dos pesos en lugar de las monedas.
-Gracias -decía la pequeña suavemente, provocando una irresistible ternura.
Deseó ser el receptor de esa gratitud. Deseó estar cerca de ella. Había pasado demasiado tiempo desde la última vez que sintiera un llamado tan patente en su pecho. Lo extrañaba como el sabor de una factura en una tarde de invierno.
Los ojos verdes le aguardaban.
-Báñate bien y podrás comer lo que quieras -dijo, abriendo la puerta del baño.
La vieja tina de diseño antiguo se le ofrecía como un manantial en medio del desierto. Había tomado la precaución de llenarla hasta la mitad antes de salir en busca de su nueva amiga, pero ahora el agua estaba fría. Dejó que el chorro caliente lo contrarrestara. Se volvió a la pequeña y se arrodilló ante ella, tomándole del dobladillo del vestido.
-Te voy a ayudar a meterte, ¿quieres? Pero para eso voy a tener que quitarte esto.
Un sólo parpadeo. El sacerdote sonrió antes de subirle la prenda por la cabeza. Era dos tallas más grandes de lo que a la niña le hacía falta, por lo que resultó penosamente fácil pasar de su cabeza despeinada y los brazos delgados. Vio las venas dibujadas en sus muñecas breves y pensó ilusionado que en otros tiempos ese habría sido un signo de realeza, la marca de una sangre azul. “Pequeña princesa”, comenzó a llamarla. Quería decirle “mi pequeña princesa”, pero la experiencia le había enseñado que se llevaba menos decepciones si aprendía a tener paciencia.
La dulce muñequita estaba desnuda debajo.
Entonces se dio cuenta de que no era una muñequita.
-¿Cómo te llamas? -le preguntó porque, después de todo, portaba un vestido y no una remera amplia.
-Valentina -dijo con su voz aguda, alzando la vista.
Ningún intento de engaño. Para bien o para mal le decía su verdad. El sacerdote creyó que era curioso ver un caso semejante en alguien tan joven, pero iba a seguir la corriente de los acontecimientos. La sorpresa no tenía por qué deshacer sus planes si no se lo permitía.
-Bueno, Vale, deja que te meta adentro.
El agua de la tina ya echaba un agradable vapor llegados a ese punto. Al levantarla tomándola por las axilas, las anchas manos del hombre percibieron los huesos de la espalda y los músculos. Vio que si quería podría fácilmente aprisionar los brazos dentro de sus dedos índice y pulgar. Esperaba solucionar pronto ese problema de la mala alimentación, poner algo de suavidad debajo de la carne estirada.
Sentada en la tina, el pecho de la niña quedó cortado por la mitad. Envuelta por el elemento líquido, respirando el humillo blanquecino, la pequeña sonrió de una manera que derritió cualquier defensa en el corazón del hombre y empezó a mover los miembros, los brazos y piernas, divirtiéndose con las cálidas ondas que volvían a acariciarla. Débiles estremecimientos de placer sacudían sus blancos hombros, se le hacían minúsculos hoyuelos en las mejillas sonrojadas.
¿Se había bañado antes y revivía la experiencia? ¿Ese era el goce de la primera vez? Pese a su variada experiencia, el sacerdote no acababa de tener claro el sitio que debió ocupar la niña en las calles. La mayoría de los chicos estaban ahí porque sus padres lo estaban y eran mandados por estos a vender, a robar, mendigar, lo que hiciera falta para llevarse algo a la boca. Eran celosos y desconfiados, un sólido grupo que se conocía por obligación de las circunstancias y en ocasiones llegaban a cuidarse entre sí. Dar con uno de ellos solo era inusual, sobretodo a la madrugada, ya que para entonces habían regresado a sus casas heladas a descansar.
Todo lo opuesto a aquella niña solitaria. No quería ni imaginar durante cuánto tiempo habría sido así, ella contra el mundo frío y cruel del exterior, sin unos padres que la pegaran por no traer los beneficios esperados ni le hicieran una comida caliente. Quizá en algún momento conseguiría que ella se lo contara, cuando hubiera armado un cierto puente de confianza entre ellos. De momento quería asegurarle un descanso seguro y pacífico, una verdadera novedad para semejante existencia miserable.
Pese a sus expectativas, ella se movió dócil cuando empezó a pasarle el jabón humedecido. Se quedaba quieta sin necesidad de pedírselo y levantaba el brazo hasta el techo, mientras su otra mano continuaba haciendo una parodia del nado estilo rana debajo del agua prístina. Las capas de mugre iban desprendiéndose como garrapatas indeseables ante un potente veneno, disolviéndose.
Libre de aquel disfraz callejero su verdadera forma se le presentó al hombre, recordándole a aquellas muñecas de porcelana con las cuales su madre solía decorar cada rincón disponible en la casa. En los fines de semana sacaba a las figuras de sus soportes y les pasaba un repasador apenas humedecido por encima para quitarles el polvo. No importaba lo grande o pequeña que fuera, no importaba que se viera impecable, a ellas quería dedicarles su porción de tiempo y mientras tanto decía “¿no te parece que Micaela está preciosa?”, “Pamela es uno de las más bonitas” y “ojala hubiera más niñas como Anahí.”
Y él le daba la razón, porque en verdad todas eran preciosas. Divinas, angelicales, siempre dispuestas a ofrecer una sonrisa de relleno blanco y miradas amables de líneas negras brillantes. Lamentó mucho que llegara el momento en que mamá tuviera que empezar a venderlas para pagarle la matrícula del colegio, mucho más elevado que el año pasado. Al final quedaron unas cuantas, antigüedades todavía dignas de tomarse en cuenta, pero flores en marchitas con comparación con las nobles caídas. No una, sino dos tardes serían las que se encerrara a llorar en su cuarto porque su favorita, una morena llamada Florencia, también tuvo que ser empaquetada y entregada a un nuevo dueño.
Otros niños jugaban con muñecos de plástico o madera, incluso de papel cuando la imaginación les daba por ahí. Él era el único de su cuadra (o del mundo, por lo que sabía) que se dedicaba por entero a las niñas de sus madre, que sentía una inmensa felicidad casi equiparable al éxtasis cuando les cambiaba los vestidos, cuando les arreglas los pequeños rizos tan fáciles de echarse a perder y les inventaba una conversación. Sentía que nadie más que él era capaz de cuidarlas con tanto cariño, ni siquiera su madre, que sólo las quería por su aspecto decorativo y le regaña cada vez que lo veía subirse al estante para alcanzarlas. Ellas tenían que esperarlo hasta que se fuera a trabajar o tomara la siesta.
A lo largo de su vida había vuelto a encontrarse con varias Micaelas de ojos castaños y graciosas pecas sobre narices respingonas. Otras Pamelas de miradas como el cielo. Muchas Anahís de cabellos largos, capas dorados donde quería acurrucarse a dormir sintiendo su respiración acompasada. Las veía por las calles, de la mano de sus padres, hermanos o niñeros, saliendo del colegio o paseando por el centro en compañía de un grupo de desfavorecidas amigas risueñas. A centímetros de su auto, pasándole por al lado, dejándole oír sus pasos pero sin darle la oportunidad de caminar a su lado, de cuidarlas, de amarlas como ellas se lo merecían.
Ahora no sólo acababa de encontrar a una de sus viejas amigas, sino que estaba libre y nadie más la guiaría de la mano que él. Venía con un pequeño gran defecto de fábrica, pero eso era lo de menos, aprendería a ignorarlo. Tocarla y sentirla respirar, absorbiendo el calor del agua, chapoteando alegremente, le elevaba a un éxtasis que su vocación sólo falló en concederle. Estaba seguro que cuando el champú y la crema enjuague hubieran hecho su trabajo el cabello negro ya no sería ese nido de pájaros grasiento de antes, sino una suave cascada donde un buen set de lazos y broches resaltarían la belleza natural que inspiraba.
-Muy bien -reconoció, empapándole la cabeza, no sin antes ponerle una mano a modo de visera para que la espuma no le irritara los ojos. Tomó nota mental de que tendría que comprar productos infantiles otra vez. Los últimos se le habían acabado con Anastasia-. Te has portado muy bien, Valentina. Sos una niña muy buena. Ahora necesito que te levantes así puedo secarte.
Recogió la toalla más suave de su armario y la restregó por los miembros extendidos. La frotaba con delicadeza, haciéndole círculos a la espalda para llegar al otro costado, tomándole los dedos entre los suyos para continuar todo el camino por sus brazos.
-Levanta la pierna, cualquiera. No hay que dejar ningún espacio.
Y así cumplió lo dicho. En cierto momento el montón de la toalla se distendió, causando que permaneciera sólo una capa de tela entre la piel de la niña y la mano exhaustiva del sacerdote. En ese punto donde la diferencia se hizo evidente, Valentina sintió cosquillas y se encogió un poco, riéndose, con lo cual el hombre también lo hizo.
-Excelente -la felicitó, poniéndose de pie. La rodilla le dolió por andar tanto rato sentado en la orilla, aunque no le hizo caso. No eran más que otro recordatorio de que uno ya se estaba haciendo viejo, por lo tanto no tenía tiempo que perder en ensoñaciones como cuando era un niño y vivía confundido sin saber por qué-. Creo que tengo algo de tu tamaño en mi pieza. Vamos a ponerte algo cómodo y luego podemos ir a la cocina si quieres.
Volvió a alzarla para sacarla de la tina. Esta vez se la cargo directamente sobre el pecho. Los brazos de la niña le rodearon el cuello y sus piernas le rodearon la cintura por un lado. En esa posición no pudo evitar aspirar el aroma de su cabeza recién lavada. Aunque hubiera utilizado un champú corriente, todavía conservaba esa esencia particular, la única virtud que nunca poseyeron sus viejas amigas. Le recogió un mechón detrás de la pequeña oreja, cuando la boca se abrió para dejar escapar un hondo bostezo.
-¿Estás cansada, Vale? Claro, si ya es tan tarde. ¡Las 4 de la madrugada, pobrecita! ¿Quieres dormir ahora y mañana te preparo un rico desayuno? -La niña asintió-. Ay, pero si yo no tengo otra cama y la idea tampoco es que alguien duerma en el suelo. Vamos a tener que compartir la que tengo por ahora. ¿No te molesta?
La niña negó con la cabeza. Los ojos ya se le estaban cerrando. Tuvo el impulso de besarle su mejilla colorada por el calor, pero se contuvo a tiempo. Aún existía el riesgo de espantarla, de hacerla pegar gritos, y eso únicamente les traería consecuencias terribles a los dos. Paciencia. Paciencia. La depositó en el borde de su cama para rebuscar en la cómoda. Pero el camisón blanco que recordaba ya no estaba entre sus pertenencia. Se había tenido que deshacer de él junto a las demás pertenencias de Anastasia. ¿Cómo pudo haberlo olvidado?
-Parece que ya no me queda nada de tu talla, Vale -anunció, sacando una de sus viejas remeras grises-. Por esta noche te voy a prestar esto, así al menos no pegas un resfrío cuando apague el calefactor. A ver, levanta los brazos. Ya, eso, perfecto. ¿Ves? Ahora estás mucho mejor que antes. Mañana cuando te compre ropa vas a quedar hecha una niña preciosa.
La prenda, por supuesto, era muy grande y le cubría hasta un poco debajo de las rodillas estando de pie. El hoyo para la cabeza dejaba a la vista el principio de su hombro, las mangas tapaban los codos. Restregándose los ojos del sueño, ofrecía una estampa enternecedora. El sacerdote abrió las sábanas y dispuso una toalla para el lado donde dormiría ella para evitar que le mojara el colchón. Se cambió la sotana negra por la camisa y pantalones que él solía usar como pijama. Cuando por fin estuvo preparado para meterse a la cama, vio que Valentina ya se había acurrucado a los pies de la cama y cerrado los ojos. Tomándola en sus brazos sin mucha dificultad, logró colocarla encima de la toalla, la cabeza encima de su almohada. Dormía hecha una bola en sí misma, las manos cerradas en puños.
Era una postura familiar, defensiva. Así no era como debería descansar una niña. Pobrecita criatura.
Él apagó todas las luces, excepto una pequeña linterna en su mesita de luz por si ella se despertaba de improviso y no quería encontrarse en medio de una oscuridad plena. A su habitación la luz del sol ya llegaba, de modo que contaría con su reloj despertador para informarle de cuando debería empezar con sus deberes del día. Se acomodó y lo cubrió a ambos.
Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que ese ruido gimoteante que oía venía de la niña. Lloraba y respiraba de forma entrecortada, abriendo y cerrando los dedos. El sacerdote quiso abrazarla, pero al primer contacto la pequeña liberó algo a medio camino de un grito y se echó a temblar, como si se estuviera helando en la habitación caldeada. Reconoció los recuerdos reprimidos de un trauma reciente y sintió que la presión se le subía de la pura rabia. Monstruos, pensó. ¿Qué bestia podía haberle causado semejante pesadilla a una niña? Él nunca, nunca permitiría que una de sus niñas sufriera de ese modo. Era inhumano, una barbaridad.
Pero él sabía lo que tenía que hacerse. Haciendo caso omiso de intentos de pelea inconsciente, el sacerdote tomó a la niña entre sus brazos y la apretó contra su pecho. Sh, sh, tranquila. Todo está bien. No pasa nada. No pasa nada. No supo si fue el efecto de sus palabras o sólo el contacto, pero dio resultado: el estremecimiento menguó de intensidad hasta desparecer junto a la tensión de los músculos. Ahora sólo lloraba, abandonada como una muñeca de trapo arrojada a la basura. Movía los labios de forma incierta, formando vocales sin pronunciarlas.
-Mamá… -llamó en una esperanza rota antes de caer en el silencio.
Cuando Valentina se despertó era pasado el mediodía. Como si los últimos tres meses de su vida no hubieran sucedido y sus últimas mañanas no las hubiera pasado levantándose de cartones en el suelo, se estiró a placer encima de la amplia cama hasta sus dedos rozaron la cabecera de madera fría. Si podía hacer de cuenta de que esos primeros nunca sucedieron, tanto mejor. La sensación de darle la bienvenida a un nuevo día sin tener que soportar el aroma de la orina de los borrachos o de los desechos de perros merecía ser disfrutada en toda su plenitud. La toalla debajo de su cabeza seguía mojada y ella se la restregó por las mejillas, sintiéndose agradablemente revitalizada por su frescor.
Qué lindo.
Entonces vio el resto del cuarto, iluminado por la luz que salía del baño, y se dio cuenta de que estaba sola. Se acordaba de todo lo que había pasado anoche. Un hombre viejo, canoso y amable le había dado de comer un chocolate. Le había advertido que no se lo comiera todo de una vez, algo que a él se le hacía familiar sin saber por qué, pero en todo el día no había conseguido más que panes duros y tragos de agua provenientes de las canillas en los parques, por lo que no pudo evitar devorarlo al completo. El maravilloso sabor del chocolate y la leche le había intoxicado desde el mismo aroma. Sentirlo llenarle la boca se convirtió en una necesidad urgente.
Luego se había dado un agradable baño y a dormir. ¿Adónde andaba el sujeto? No importaba. Esa era su pieza. Iba a volver tarde o temprano. Valentina se bajó de la cama. El suelo era de madera cubierto por una alfombra de color marrón. De tacto áspero, pero sin duda mucho mejor que caminar por las veredas calentadas durante las horas de sol más claro o el césped lleno de piedras o restos de vidrios rotos en los parques. Era difícil arreglárselas después de encontrarse con un pedazo de vidrio. Algunos llegaban a perder la vida, decían, porque la herida se les infectaba y no tenían cómo conseguir las medicinas necesarias para tratarse. También estaban las hormigas, de pasitos tan ligeros que uno no las notaba hasta que ya habían picado. Uno podía ser alérgico a ellas.
A ella nunca le habían picado, pero le alegraba que ahora sí ya no pudieran hacerlo. Tenía hambre y curiosidad combinadas, de modo que se dedicó a rebuscar los rincones del cuarto a ver si daba con una nueva barra. Encontró dentro del armario un montón de abrigos gruesos y lanudos, tres pares de ese traje oscuro que usara durante la noche para traerla, y otras cosas que ni sabía de qué se trataban porque estaban adentro de unas bolsas negras. Valentina admiró especialmente a estas, notando que lo único visible eran las perchas de marchas que las sostenían desde la parte superior. Creía haber visto esas bolsas antes, quizá alguna más rellena, más delgada, con algo diferente, pero no lograba ubicar dónde.
Como estaba impaciente, se olvidó pronto el asunto y se dedicó a las cajas de cartón apiladas al fondo. Zapatos, zapatos, documentos con hojas amarillentas, libretas de direcciones viejísimas. ¿Eso era todo? Qué aburrido. Se metió adentro del armario y su mano notó pronto una desigualdad entre cierta zona y el resto de la pared de madera. Al apartar unos abrigos constató que se trataba de un cuadrado. Podía sacárselo empujando con los dedos por los costados hacia delante, evitando que cayera hacia atrás. Detrás había un hoyo oscuro cavado en el cemento de la habitación.
Valentina agarró una caja de zapatos más nueva que las anteriores. Era negra con delgados rayos blancos recorriendo la superficie. La agitó en frente de su oreja, buscando sentir el ruido de caramelos chocando unos contra otros. Oyó algo imposible de identificar. Sonaba liviano, ¿quizá plástico? Salió del mueble y la abrió, decepcionada de antemano. Como temía, no se trataban de dulces.
Un zapatito infantil de bebé amarrado a una cuerda. Era rosa con una Hello Kitty convertida en un ángel a un costado. En la suela llevaba algo escrito con marcador, pero las líneas se habían desgastado al punto en que, aunque Valentina supiera leer, no lo entendería. Además había una pulsera de cuentas de plástico rosa y verde. Esas resultaron ser los únicos objetos libres; pegados con cinta adhesiva había mechones de cabello arreglados en rizos y con un lazo de distinto color manteniéndolos unidos. Había rubio, castaño e incluso un vivo pelirrojo. Contó cinco mechones. ¿Quizá eran recuerdos de viejas muñecas? A lo mejor se le rompieron y milagrosamente conservó ese detalle.
En todo caso, seguía sin resolverle la cuestión del hambre, por lo que le restó importancia. Lo dejó todo tal como estaba, pues entendía que no era más que una invitada y no debía hacer desorden en casas ajenas. No tenía idea quién se lo había enseñado, pero la idea se hallaba presente y no iba a ignorarla. Se sintió satisfecha de ver que era como si no hubiera pasado por ahí.
Unos minutos más tarde, la puerta sonó con un ruido mecánico. Valentina no sabía que estaba cerrada. El sacerdote entró cargando unas bolsas de plástico. El símbolo rojo de Vea se veía en el costado de algunas, pero una, de papel con un brillante moño, mostraba a una niña de cabello castaño saludando a la nada. Valentina esperaba que contuviera al fin algo de comer.
-Buenas -saludó el hombre antes de meterse y volver a cerrar la puerta-. Tengo algo para vos.
Dejó el cargamento del supermercado encima del escritorio. A la otra bolsa la llevó a la silla y la abrió, rompiendo la cinta adhesiva que la mantenía cerrada. Valentina se subió a la cama, esperando tener una mejor vista del regalo. Al darse la vuelta el sacerdote le mostró un vestido negro de dobladillo blanco y mangas abombadas. Un lazo blanco recorría el estómago para terminar en un moño a la espalda. Valentina abrió la boca.
-El negro no me gusta mucho –confesó el sacerdote-. Es como depresivo. Pero parece que está de moda, porque no encontré de casi ningún otro color por todo el centro. De todos modos yo pienso que está bien. ¿Qué te parece, Vale?
La aludida lo miró.
-¿Es mío?
El sacerdote sonrió con todos sus dientes amarillentos.
-Obvio. ¿Para quién más va a ser? También te compré zapatos –explicó, sacando una caja de dentro de la bolsa-. Medias, bombachas, cosas para el pelo. Me costó más de lo esperado, así que te voy a pedir que lo cuides muy bien para que te duren mucho.
Valentina asintió levemente. No podía creerlo. No recordaba haber vestido en su vida algo tan bonito. Estaba impaciente por probárselo cuando el hombre la desnudó de nuevo, calzándole una ropa interior infantil rosa con puntos blancos. Se sentía incómodo y así se lo hizo saber moviendo las piernas como una vaquera que acabara de bajar de su monta.
-Bueno, es de esperar, no se supone que uno tenga… Pero no importa. Vos espera un poco y ya verás que irás acostumbrando. Las señoritas no pueden andar por ahí sin bombachas enseñándolo todo, Vale.
A continuación le subió unas medias blancas de algodón. Llegaban hasta arriba de la bombacha y durante todo el recorrido el hombre acariciaba con los nudillos la piel, que no tardaba en cubrir.
-Tienes unas piernas muy bonitas, Valentina -comentaba de vez en cuando, variando las palabras.
Cuando estuvieron casi cubriendo el ombligo de la niña, el hombre se entretuvo ajustándolo en la entrepierna. Valentina no sabía qué responderle. Ni siquiera sabía que existieran prendas así. Una vez la dejó para ir a por el vestido, dio unos pasos en el lugar. Eran como pantalones y a la vez no. Extraño.
-En realidad no hay mucha diferencia, ¿no? -dijo el hombre como para sí, admirándola-. De por sí sos tan blanquita, es precioso… pero mejor así. Te va a ayudar a estar más caliente si hace frío. Andamos en pleno invierno y hace falta prevenir estas cosas. Ahora levanta los brazos para mí.
Valentina lo hizo. Tomando el vestido negro, ese que parecía depresivo, por los hombros, el hombre le calzó el vestido sobre su pequeño cuerpo. Se aseguró de que la cinta blanca acabara donde se suponía que debería antes de hacerla dar vuelta para subirle el cierre. Le pidió que se sostuviera el cabello en alto con las manos. Valentina oyó el susurro de la cremallera subiendo por su espalda mientras por el frente la tela se ajustaba, abrazándola sin tirantez.
-Te faltan nada más los zapatos -comentó el hombre.
En su voz se oía ahora una nueva ronquera que a Valentina le hizo pensar que debía estar algo resfriado. ¿No había dicho que estaban en invierno? La tomó en sus brazos para ponerla en la silla de su escritorio. En lugar del antebrazo usó la mano para sostener su parte posterior, lo cual le permitió depositarla con mayor suavidad y cuidado. Los pies, redondeados por la media, quedaron colgando del borde juguetonamente. El sacerdote atrapó uno de ellos y se lo llevó al rostro, depositando un delicado beso. La sensación fue lo bastante curiosa para que Valentina apartara su extremidad, riendo, mientras un ligero rosado subía por sus mejillas.
-¿Qué haces? -preguntó la nena, divertida.
-Nada, nada. Se me antojó hacerlo de pronto -dijo el sacerdote con ademán despreocupado. De pronto se puso serio-. ¿Te molestó que lo hiciera, Valentina? ¿No te gusta recibir besos?
Valentina lo consideró unos momentos. En realidad no recordaba exactamente haber tenido besos. Empujones, insultos, incluso alguien palmeándole la cabeza de pelo pajizo una vez al darle dinero, como si no pudiera resistir el impulso antes de perderla de vista. De una, no era desagradable. Sólo nuevo.
-Está bien -acabó determinando, encogiendo los hombros.
-¿Sabes por qué la gente se besa, Vale?
La niña pensó en las parejas de viejos y adolescentes que iban por la plaza, el chico generalmente con el brazo encima del hombro de ella, acercando los rostros a pesar de que para ellos él debía inclinarse o ella estirar el cuello. Parecía incómodo, pero al separarse estaban sonriendo de nuevo. Negó con la cabeza. El hombre tomó sus dos pies en el interior de sus manos. Estaban cálidas y rugosas, como madera vieja.
-Es una señal de que alguien te quiere, Vale. Cuando alguien te quiere besar es porque cree que sos muy bonita y quiere estar cerca de vos. Eso no tiene nada de malo, ¿que no, Valentina?
La niña suponía que no. Si todo el mundo lo hacía, no podía ser algo malo. Se mostró de acuerdo con un ligero movimiento de cabeza.
-Eso, qué lista -dijo el sacerdote, alzándose un poco.
Con una de las manos cubrió su nuca y la empujó con suavidad al frente para recibir un nuevo beso entre las cejas. El bigote gris le hizo cosquillas. En la caja había unos zapatos negros con una sola hebilla plateada y un semicírculo para mostrar el pie debajo. El sacerdote aclaró que se llamaban zapatos de charol y le habían costado muchísimo dinero, pero valió la pena porque no lograba encontrarlos de ese tipo en ninguna otra parte. Eran los modelos ideales para una niña. Una lástima que ya casi nadie los quisiera. En su época (“cuando los dinosaurios poblaban la Tierra, Vale” y ella sonrió porque sabía que él lo esperaba, aunque desconocía qué eran los dinosaurio o por qué resultaban graciosos) todo el mundo usaba charol y vestidos como los que estaba usando. A la gente le importaba lucir presentable entonces.
-Claro, eso ahora ha cambiado -se lamentó el hombre, procediendo al ponerle el calzado que nadie quería usar-. Ahora hay demasiadas nenas vistiéndose como grandes y las madres que lo alientan creyendo que así se ven mejor. Yo creo que es horrible, la verdad. Las obligan a crecer demasiado pronto y luego se sorprenden cuando comienzan a comportarse como tal. Una nena debería parecer una nena tanto como le sea posible, o si no es como si desperdiciara una de las mejores cosas de la vida, ¿viste?
La niña no decía nada. Había perdido desde hacía tiempo el hilo de conversación y ya no sabía cuál era la respuesta correcta. En todo caso, comprendiendo que no hacía ninguna diferencia, prefirió ver la punta brillante de su calzado. Tenía hoyos que dejaban ver sus medias blancas, pero hoyos bien ubicados, puestos adrede para dar la impresión de que marcaba el vuelo de una pequeña mariposa durante su encuentro con una flor también minúscula.
-Ya sólo nos falta una cosa y estarás lista -anunció el sacerdote, recogiendo otra vez la bolsa con dibujos.
De su interior sacó otra más pequeña casi transparente con el logo de Todo Moda en frente. Le mostró una vincha negra decorada por un moño blanco pegado en el centro. El hombre prometió, aseguró que quedaría perfecta con eso. Sería el toque ideal a lo que de por sí era un cuadro excepcional. Una vez puesta, no acababa de decidirse por cuál lado quedaba mejor, si el izquierdo o el derecho. Al final se decidió por el medio, y dio un paso atrás para contemplar el resultado.
Valentina aprovechó para verse a sí misma y satisfacer la curiosidad impregnada en sus dedos. La tela era suave, resbaladiza y firme, no se estiraba como su otro vestido. Los zapatos se la hacían cómodos. Le gustó el plisado de la falda encima de sus rodillas blancas, parecido al de las polleras que formaban parte de los uniformes escolares. Se sentía linda. Se sabía linda y prueba de su buen humor fue dar una vuelta sobre un pie, a voluntad, sin que el sacerdote tuviera que pedírselo como era su intención.
Cuando volvieron a ver, el hombre sonreía más que antes.
-Perfecta -determinó el hombre.
——–
Hacía poco habían iniciado las clases escolares. Cada año la dirección se encargaba de enviar a los chicos del primer año de secundario a la iglesia para recibir un sermón especial, necesario en su formación en ese nuevo capítulo de sus jóvenes vidas. Había que recordarles no sólo esencial de la vida, sino que estaban solos y sus futuras acciones tenían valor dentro de esas divinas paredes. Ocupaban los asientos del frente, sentados lado a lado de quienes escogieran, y como naturalmente estos eran sus amigos, en la enorme sala se apreciaba el murmullo desigual de sus voces yendo y viniendo en el espacio. De vez en cuando una risa destacaba por sobre las demás y pronto se elevaba también un chistido, exigiendo calma.
Alejada del barrullo, jugando con sus cabellos negros, una niña era la única ocupante del banco de madera del fondo. A Valentina le hubiera gustado explorar el edificio que no había tenido oportunidad de ver más que cubierto de tinieblas anoche, conociendo los rostros pacíficos iluminados en los altares, pero el sacerdote le había dicho que debía mantenerse quieta y tranquila como los otros chicos. Si alguno le preguntaba diría que era una sobrina suya que su hermana hubiera dejado a su cuidado. Cuando Valentina, como solían hacer los niños, preguntó el porqué de semejante pedido, el sacerdote le explicó que la tratarían mejor si la veían emparentada con él. Nadie iba a molestarla o hacerle daño mientras se hallara en su iglesia, donde él podría atenderla como quisiera.
Pero aun así había que seguir un protocolo, advirtió. No importaba que ella nunca hubiera ido a una reunión semejante y se hallara perdida respecto a lo que debía hacerse y lo que no. Sólo tenía que imitar el comportamiento de los chicos mayores, a la vez instruidos por las Hermanas, y todo saldría a pedir de boca. Sobre las Hermanas, esas mujeres invariablemente viejas y desagradables a la vista, nada más tenía que saber que ellas mantenían el orden. Podía hablar con ellas mientras él se mantuviera ocupado, siempre manteniendo la historia del parentesco, pero si deseaba algo lo mejor sería recurrir directamente a él. A las Hermanas, aunque buenas, no les haría gracia ir consintiéndola, por más que se tratara de una princesa bonita como ella. En resumen, concluyó, le convenía conservar la distancia.
No tuvo ningún problema al respecto.
Una de las Hermanas estaba de pie a un lado de su largo banco de madera, mirando el bullicio de los chicos pero también manteniendo un ojo sobre ella, sin que a la niña pareciera ni le importara en realidad demasiado. La Hermana recordaba a otra niña como ella, pero aquella de pelo rubio, coleta y vestido rojo con lunares blancos, tal y como luciría si la hubieran arrancado de otra época.
Padre les había dicho que era la hija de una vieja amiga suya del colegio, que ahora mismo estaba pasando por ciertas dificultades económicas. Frente a la imposibilidad de pagarle a una niñera, no le quedó otra persona disponible que él para cuidar a la niña mientras salía a trabajar. Era una nena preciosa, de esas que uno esperaría ver en la televisión corriendo al lado de un cachorro en crecimiento o subida a la mesa de McDonald’s frente a un actor que haría de su padre, pero terriblemente indisciplinada. No podía estarse tranquila durante el sermón y para entretenerse se sacaba los mocos, amenazando con ensuciar sus muebles si ellas no se hubieran dado cuenta y le administraran la correcta reprimenda. En lugar de asimilarlo y prometer mejorar su conducta, la criatura sólo atinó a echarse a llorar. Padre tuvo que llevársela a la habitación de huéspedes para calmarla.
Después de ese día no había vuelto a verla. Ni siquiera habría vuelto a rememorar la experiencia de no ser por la nueva que se le presentaba. Padre les había explicado que era su sobrina, pero a la Hermana le parecía que debía ser pariente también de aquella malcriada. Tenían un aire demasiado parecido para pensar lo contrario. O a lo mejor es que a la hermana del padre y la amiga tenían gustos igualmente anticuados respecto a la vestimenta infantil. De todos modos, se dijo enderezándose, por lo menos esta sabía comportarse.
Cuando el sacerdote se puso de pie ante el púlpito un inmediato silencio cayó sobre toda la casa. Padre se arrodilló ante el Cristo del altar y al girarse abrió las manos, dándoles la bienvenida a los alumnos. A muchos los conocía desde que eran pequeños. A la mano de muchos de sus padres había estrechado. Incluso había oficiado el bautizo de más de uno en su vida. Padre los conocía y ellos a él. El silencio instintivo y absoluto era otra demostración del respeto que le reservaban. Se oía incluso el susurro del traje blanco deslizándose detrás del hombre mientras se ponía en el centro del púlpito.
Tras darles una bienvenida a este nuevo escolar, en el cual estaba seguro iban a esforzarse al máximo por mantener el buen desempeño de hasta ahora, padre dio inició con el tema escogido para ese día.
-Recordemos a Mateo 19, 13-15 -dijo. Su voz llenaba cada espacio sin invadir, llegando a sus oídos con total claridad-. Para quien no lo recuerde, déjenme refrescarles la memoria. “Entonces le trajeron algunos niños para que pusiera las manos sobre ellos y orara; y los discípulos los reprendieron. Pero Jesús dijo: Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a mí, porque de los que son como éstos es el reino de los cielos. Y después de poner las manos sobre ellos, se fue de allí.” También, de la misma boca de Jesús, tenemos las palabras: “cuando yo era niño, pensaba corno niño, juzgaba como niño, mas cuando fui adulto dejé lo que era de niño.” De ahí deducimos que Jesús veía con buenos ojos a los niños. ¿Qué significa esto para nosotros y sobretodo para ustedes en este nuevo año escolar? ¿Significa que debemos seguir comportándonos como niños en el sentido de pasarnos todo el día jugando y olvidándonos de nuestras obligaciones diarias, las que nos corresponden como adultos y jóvenes? Claro que no. La infancia, nadie lo duda, es una época divertida de descubrimiento y diversiones. Pero también es un tiempo de sencillez. Cuando Jesús nos pide ser como niños, quiere remitirnos a aquella mirada limpia de prejuicio e influencias de entonces. No sabemos de mentiras blancas, como decirle a nuestra tía que su regalo de cumpleaños ha sido nuestro favorito entre todos. No, sólo sabemos decir la verdad y así le comentamos “me gustó más el de mi primo”, con lo cual probablemente mamá nos retaría por maleducados -El sacerdote sonrió y hubo una suave ola de risas entre los chicos-. ¿Significa entonces que debemos sacar todo lo que tenemos en nuestra mente y sacarlo, sin importarnos que lastime o no al prójimo? Desde luego que no. Nosotros sabemos mejor y entendemos que si nuestra tía desea saber que apreciamos su gesto, merece esa mínima cortesía, ¿o no? La honestidad de sentimientos no viene de la mano con herir gratuitamente, sino en tener claro las propias expectativas y necesidades que tenemos. ¿Voy a estudiar Derecho porque mi papá quiere? Varios jóvenes que ya se graduaron hacen eso mismo, viven según lo que se espera de ellos y se olvidan de lo que era ser niño, de lo que ellos querían ser de niños. Jesús nos lo dice tan claramente como le es posible: no nos olvidemos de eso. Ustedes están dando sus primeros pasos hacia el resto de su vida. Antes de que se lo imaginen ya estarán rindiendo los exámenes para el último año, ya estarán buscando una universidad, ya deberán conseguir una casa y mantener una familia. Y aunque nadie niega la importancia de todas estas cosas, Jesús les pide que las hagan como ese niño que creía que todo lo que necesitaba para ser feliz era jugar con su imaginación. No dejen que la oscuridad del futuro oscurezca la luz que los ha traído hasta aquí, sanos y salvos. Crezcan y enfréntense al mundo con los ojos humildes, bellos y claros de un niño. No se olviden de los niños y lo poco que tienden a complicar sus asuntos con todo aquellos que a nosotros, los adultos, nos hace suspirar demasiado mirando hacia atrás, deseando volver.
Mientras el Padre iniciaba el ritual de la eucaristía, la niña de vestido negro tiró de la falda gris de la Hermana. Se inclinó para escucharla murmurar.
-¿Para qué es eso? -Y señalaba la fila de chicos que se dirigían al altar.
Media docena de muchachos se arrodillaba, abría la boca frente al hombre y luego se retiraba haciendo el símbolo de la cruz.
-Para recibir a Jesús. Vos no puedes ir todavía porque sos muy chica -se adelantó a lo que creía sería su siguiente pedido.
Valentina volvió a ver los gestos del sacerdote y aquellos con los que respondían los chicos. No veía a nadie más. Abrió la boca para preguntarle a la Hermana dónde se suponía que estaba ese señor Jesús amante de los niños y por qué lo recibían, pero entonces un monaguillo oculto detrás del altar hizo sonar unas campanas doradas y la Hermana la mandó guardar silencio en su asiento. La niña lo hizo. Tendría que preguntarle al sacerdote más tarde.
Las Hermanas acompañaron a los chicos fuera de la iglesia. Algunos, con los que tenía más confianza, se acercaron al sacerdote para saludarlo y charlar un rato. Compartieron unas risas antes de que el sacerdote les despidiera, deseándoles mucha suerte en sus estudios. La Hermana al lado de su banco le hizo un gesto de que la siguiera y la condujo, de la mano, hacia adelante.
-¿Se ha portado bien la nena? -preguntó el hombre, acariciando la cabeza a la aludida, justo detrás de la vincha.
-Muy bien, no ha causado ningún problema. Aunque no me sorprende viniendo del tío.
-Muy amable usted. Que le vaya bien con los chicos.
-Igualmente, padre. No le hagas pasar dolores de cabeza a tu tío, Valentina -advirtió con una sonrisa seca antes de dirigirse al grupo.
Una vez estuvieron solos, el sacerdote le tomó de la mano y le acarició el torso suavemente con el pulgar, como si hubiera extrañado poder hacerlo. La niña no lo miraba a él, sino a las columnas majestuosas que llegaban al techo. Más específicamente, lo que había en la base de dos.
-¿Qué son esas cosas? -preguntó, señalándolas.
Eran como enormes cajas de madera, pero brillantes y mucho más bonitas que cualquier caja que viera en el pasado. Le recordaron a la cabina telefónica roja en frente de la Plaza Libertad, aunque ¿para qué necesitaban una cabina telefónica ahí? ¿No tenían otro teléfono?
-¿Esas? -dijo el hombre, un poco despistado. Le costó unos segundos entender la causa de su curiosidad-. Son las cabinas de confesión. Ahí entran las personas cuando quieren hablarme de las cosas malas que han hecho.
-¿Y para qué hacen eso?
-Para que los perdonen -La mano rugosa volvió a acariciarle la cabeza. Los dedos se ocuparon de enredarle y desenredarle los cabellos de la nuca. A Valentina le gustó el calor que desprendía, sobre todo después de tanto tiempo temblando de frío. No sabía de una época anterior al frío, por lo que para ella era lo mismo a haber vivido desde el nacimiento en un perpetuo invierno. Empezaron a caminar hacia la escalera que los dirigiría a su habitación. Al lado de esta ya se hallaba la de los huéspedes. La pasaron de largo sin mirarla-. Cuando entran y me dicen las cosas malas que han hecho ya se sienten mejor. Luego les envío a rezar para que Dios también sepa que están arrepentidos y se comprometen a no hacerlo otra vez. Pero a vos no te haría falta, ¿que no, Valentina?
Detrás de ellos cerró la puerta con la llave de siempre. La colocó encima de su escritorio y se sentó a la silla, abriendo las piernas. Le hizo un gesto de que se acerca y Valentina lo hizo. El sacerdote tenía una expresión relajada y feliz en el rostro mientras se inclinaba para subirla a su regazo. Por un largo rato se contentó con mirarla con un brillo acuoso en los ojos profundos, frotándole la espalda en pequeños círculos.
-Vos sos una niña buena y no te hace falta confesarte, ¿no, Valentina?
Valentina negó con la cabeza. En su cabeza, jamás había cometido un acto que pudiera sinceramente llamar malo. La palabra no atraía ninguna asociación con ella. El sacerdote le frotó el muslo joven y tierno debajo de la falda del vestido. Valentina se movió, pero no por el contacto; sentía una desigualdad justo debajo de ella que le impedía sentarse bien.
-¿Te gusta la ropa que te compré, Valentina? La escogí pensando nada más en vos. Yo no soy ningún hombre malo y no me hace falta confesarme tampoco, porque lo que hago es pensar en lo que es mejor para vos. ¿Lo entiendes, Valentina?
La niña asintió, todavía buscando una posición más cómoda. Al sacerdote esto no pareció molestarle en lo absoluto.
-Bien, muy bien. Y como sos una nena tan buena, una nena que sin duda se merece esa ropa, sin duda se merece también una recompensa -La mano del sacerdote subió más por el miembro. Le apretó la pierna suavemente, como un carnicero probando las ancas de una ternera antes de pegar el golpe final-. Yo quiero hacerte sentir bien, Valentina. Puedo hacerlo. Y vos también puedes hacerme sentir bien a mí. ¿Te gustaría eso, Vale? ¿Que los dos nos sintamos bien?
Valentina se rió por los ligeros pellizcos, le daba cosquillas. Pero en cuanto oyó las palabras del hombre se le quedó viendo, poniendo de pronto mucha más atención en su discurso de lo que hacía antes.
Esas palabras, sentirse bien, sí podía asociarlas con algo. Sonaban como un eco difuso en el fondo de su cabeza y el sonido que traían era hueco, húmedo y emocionante. Era como una fiesta o una especie de banquete con muchos invitados al fondo de un pasillo de piedra. No obstante, no sentía el impulso de correr hacia su encuentro. No lo necesitaba con que sólo supiera que el sonido era ese. Primero la confundió la idea detrás pero, con un poco más de introspección, creyó tenerlo claro. No, estaba segura de tenerlo claro. Sentirse bien. Sentirse bien.
“Denle a esa puta algo para sentirse bien.”
¿Quién lo había dicho? ¿A quién se refería? ¿De qué hablaban? Daba igual. El sacerdote llegó hasta el principio de su pierna y hacía rozar el interior de su bombacha con su piel de un modo que la hizo reír.
-Lo compré pensando nada más en vos, Valentina -dijo el sacerdote, inclinándose para besarle la mejilla. La aspereza de su bigote era definitivamente graciosa y le amplió la sonrisa-. Te voy a hacer sentir muy bien, Valentina, no te preocupes. Yo me encargaré de todo.
Valentina entendía, pero no quería dejarlo encargarse de todo. Para almorzar le había traído galletas variadas y unos sándwiches de miga deliciosos con el pan más suave que había probado, más una pequeña torta de limón que la transportó al paraíso en medio de una nube de ácida dulzura. Le había conseguido ese precioso vestido y la había ayudado a vestirse. Le había dado esos zapatos que ya no se encuentran y tenían mariposas persiguiendo flores. El hombre había sido en verdad muy bueno con él.
Merecía sentirse bien.
Valentina ni siquiera necesitó buscar el instrumento que le permitiera hacerlo. Sus ojos verdes se posaron casi por encanto sobre la estatuilla de la Virgen María puesta en el estrecho escritorio. En la base se leía el destino turístico de la cual había salido y arriba estaba la figura, la cabeza ligeramente inclinada y la mano delante como si aprobara todo lo que sucedía en frente de sus narices. Valentina la rodeó con su mano.
“Eso, háganla sentir bien, denle un buen rato.”
-Hace de buena nena para mí, Vale -dijo el sacerdote, girando el rostro para buscar su boca.
Se sentía morir por encontrarla. La niña se echó un poco atrás y arremetió. Entonces no supo ni de su propia boca.
La estatuilla de yeso, pintada y barnizada, resultó sorprendentemente resistente para ser tan ligera. Aguantó el golpe contra la sien del hombre como si no fuera nada, sin siquiera conservar el más mínimo rayón que lo evidenciara. Un caso opuesto fue el de la cabeza contra la que fue a estrellar.
Toda estructura sólida tenía su punto débil. El sitio que era su simbólico botón de autodestrucción pues, una vez presionado, se desataba el desastre que ya no permitía recuperación alguna. Por una mera cuestión del azar, Valentina había encontrado el botón del sacerdote y lo había presionado con toda alegría, escondiendo una risa burbujeante en su pecho. Lo que vio no hizo sino confirmar su acierto.
Por ese costado, la cabeza se hundió como si estuviera hecha de plastilina. Valentina vio los cabellos grises hundirse en el hueso del cual se veía blanco y un rojo tan profundo que parecía negro en el centro. Ahí encontró una masa rosa rojiza parecida a la carne molida que veía en las carnicerías, pero esta carne se movía ligeramente y latía alrededor de las astillas de hueso enterradas en medio.
De pronto Valentina no pudo seguir viendo porque su asiento, el regazo del sacerdote, perdió firmeza y ella se cayó de espaldas sobre el suelo. Gracias a la alfombra, el golpe no le dolió mucho pero aun así se había llevado un susto. Miró arriba para preguntarle al sacerdote por qué había hecho eso, pero este yacía de costado sobre su silla con los ojos cerrados.
-Che, che -llamó, agitándole la rodilla. No le gustaba ese silencio. El peso del sacerdote se deslizó sobre la silla y se derrumbó en el suelo. Por poco la aplastaba. La parte de su cabeza con la carne molida quedó enfrentando la alfombra. A su alrededor se formó una aureola de rojo oscuro-. Che… ¿terminaste de sentirte bien?
Valentina se arrodillo cerca de su pecho. Estaba completamente quieto. Era como el perro que se quedó dormido bajo el sol una tarde en el parque. Estaba bien, respiraba muy rápido, y de repente dejó de respirar. Los trabajadores municipales habían tenido que recogerlo con palas y tirarlo a la basura. ¿También tirarían al sacerdote a la basura? Esperaba que sí. Iba a manchar la alfombra a ese paso y entonces ¿qué iban a hacer las Hermanas? ¿Perderse de la alfombra también?
El círculo de sangre ya casi llegaba a sus zapatos de charol.
Bueno, eso pasaba, se dijo con resignación. Le dolía la cabeza. Sentía un pequeño tambor en el fondo y en él volvía a oír el mismo eco, en el mismo tono vago pero las palabras haciéndose comprender sin ninguna dificultad. Pero, dentro de todo, estaba bien. El leve rastro de sueño que el aburrido sermón le dejara parecía haberse desvanecido en el aire como por arte de magia.
No podía quedarse ahí a esperar que vinieran las hormigas a llenarle la boca como habían hecho con el perro antes de que limpiaran la zona. Podían picarla y ella no quería eso. Pasando encima del brazo extendido del sacerdote, Valentina tomó la llave del escritorio y abrió la puerta de la misma manera que lo había visto hacer a él. Se preciaba de tener una buena memoria cuando lo necesitaba y en ese caso lo agradeció. Sin embargo, antes de salir, se vio asaltada por la duda sobre si debería decirle a alguien o no acerca de la carne molida del sacerdote.
Al final decidió que no valía la pena. Alguien vendría y ella quería estar lejos de las hormigas. Encontró fácilmente el camino hacia la salida incluso en pleno día. Era la hora de la siesta, pero las nubes cubrían el sol y el cielo enviaba una suave brisa al rostro de la niña mientras ella iniciaba su incierto camino.
Si seguía caminando, tarde o temprano a algún lado acabaría llegando. Siempre había vivido en la calle. Esa verdad no era ninguna novedad para ella.
—–
Caminó y caminó hasta que las calles dejaron de estar asfaltadas y sólo veía árboles alrededor. La noche caía y, aunque ella lo creía imposible, ya se estaba agotando el subidón de energía que le había dado desde que saliera del convento. Sudaba y la picazón la daba enormes deseos de poder quitarse el vestido, dejar que el aire la refrescara, pero de ninguna manera conseguía que el cierre bajara. Tenía hambre de nuevo y también sed, pero más que nada se sentía cansada. Extrañaba a la suave cama del sacerdote, a la que ya no podría volver ni aunque quisiera porque no tenía idea de dónde estaba. Nunca había estado por esa zona.
Más adelante encontró una cerca de alambre. A través de él se veía un césped más verde y mejor cuidado que el que ahora pisaba. Además de un camino de piedra, una fuente, estatuas de ángeles y árboles, pero toda su atención estaba en el césped. Había un hueco al nivel del suelo por el cual podía colarse agachada. Al hacerlo un alambre se enganchó en el lazo blanco de su espalda, deshaciéndolo. No le importó demasiado. Sólo quería echarse un rato.
Había bancos de madera y cemento donde podría haberse acostado, pero los desechó nada más verlos. Si los de las plazas jamás le habían gustado, no había razón para creer que sería diferente con ellos. Pasaba encima de placas de mármol señalando la última morada de varias familias sin saberlo. Se dejó caer en un espacio debajo de un árbol, encima de un montón de tierra hace poco excavada. Permitió que la ligera humedad del suelo le refrescara la mejilla acalorada.
Cerrar los párpados y dormir fueron casi sinónimos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario